Tres
horas antes del sorteo de la Lotería
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Estaba preparada.
Los Ocean’s Eleven habían sido muy cuidadosos, pero
lo primero que aprendía una cazarecompensas es que no había crimen perfecto.
Siempre se cometían errores, grandes o pequeños detalles que acababan por
revelar a los culpables: una huella sobre el fango, un testigo involuntario,
una vecina curiosa… En este caso había sido un pequeño desliz, algo casi
insignificante, pero suficiente para que escarbando y escarbando pudiese llegar
a detener a los ladrones.
La marcha de Elena había sido un duro golpe, pero no
había dejado que la afectase. No podía permitirse hacerlo cuando había dado su
palabra al duque de Adinerado de que detendría los planes de los Ocean’s Eleven.
No importaba que las doscientas mil coronas que iba
a cobrar por el trabajo ya no significasen nada para ella. No importaba que no
tuviese ni la más remota idea de qué iba a hacer después del sorteo, ahora que
sus planes de viajar a través de la Torre con Elena se habían echado a perder.
Mantendré mi
palabra, pensó con obstinación. Yo no soy como la gente de este mundo.
Se puso los guantes, moviendo los dedos para
comprobar que no estaban sueltos y que no le restaban movilidad, y se ajusto la
capa al cuello, dejando que su tela oscura la rodease en un abrazo protector.
El Cuervo Rojo salía de caza.
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Estaba preparado.
Tres largos años llevaba ya en este mundo,
acumulando información, recursos y contactos. Había sido interesante y muy
divertido planear atracos imposibles gracias a sus conocimientos tecnológicos, tan
avanzados respecto a los que había en Navar que a veces casi se sentía como un
mago haciendo prodigios ante sus maravillados compañeros. Sí, se lo había
pasado bien, y qué demonios, tenía que reconocer que robarle a un noble en sus
puñeteras narices había sido una pasada.
Pero no echaría de menos este mundo. Estaba harto de
los insectos gigantes.
Se miró al espejo, revisando su aspecto una última vez
antes de que empezase el sorteo: pelo corto y bien peinado, traje limpio y sin
arrugas y una pajarita roja grande y ridícula que le hacía parecer un pringado
en mayúsculas. Era necesario para el trabajo, pero un fastidio. El tener que
compartirlo con los otros miembros de Ocean’s Eleven era tan sólo una pequeña
compensación.
A Sara, por supuesto, el uniforme le quedaba genial:
es lo que tiene ser guapa. La joven ingenua, asustadiza y con pechos grandes
había cambiado durante estos tres años, pero aún quedaban pruebas de su
infancia entrenándose como duquesa en la facilidad con la que dominaba el arte
del politiqueo o en la manera en la que se arreglaba el cabello.
Al darse cuenta de que la estaba observando Sara le
saludó con la cabeza, sonriéndole con una mezcla de nerviosismo y confianza. Conociéndola
como la conocía tras estos años, Peter podía suponer de donde venían estas
emociones: nerviosismo porque era un plan arriesgado en el que muchas cosas
podían salir mal. Y confianza porque habían estudiado el lugar y a sus
adversarios y estaban seguros que nadie, ni siquiera el Cuervo Rojo, podría
detenerlos.
Pero sobretodo confianza porque él, Peter Rodríguez,
jamás la había fallado.
Pasaré la prueba
de la Torre, pensó con seguridad. Haré
lo que sea necesario, y si eso falla, bueno… siempre me quedarán las trampas.
Les hizo un gesto a los miembros de su banda,
indicándoles que acabasen los preparativos. Ya casi era la hora, y los Ocean’s
Eleven iban a dar su último y gran golpe.
Peter Rodríguez, ladrón, espía y agente de la
Tierra, salía a jugar.
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Estaba preparado.
Llevaba meses planeando este momento, sabiendo que
ésta sería su única oportunidad. Consiguiendo materiales poco a poco,
practicando a escondidas y obteniendo información sobre el sorteo sin llamar la
atención. Rezando porque nadie saliese mal. Rezando porque pasase un milagro
que no le obligase a llevar a cabo su plan.
Y ahora, finalmente, aquí estaba. Había hecho lo más
difícil, traicionar a una persona que había confiado en él y le había ayudado
en un mundo nuevo y extraño. Una persona a la que llamaba “amigo”, y que
después del día de hoy le odiaría.
Basta,
pensó mientras se llevaba la mano a la frente e intentaba ignorar los
remordimientos que le embargaban. No me
importa. Sólo importa superar la prueba de la Torre.
Cogió aire, reuniendo valor.
Era el momento de salir al escenario.
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