lunes, 17 de diciembre de 2012

Capítulo 9 (Parte 2) - Cuando dos coinciden


Empieza la fiesta
La bandeja estaba llena de aperitivos: pastelitos de crema de aguate, galletitas cubiertas con mantequilla verde y pedacitos de fruta del árbol del Diablo. Todo muy apetitoso a simple vista, aunque el Cuervo Rojo preferiría clavarse un puñal en el corazón antes que comérselos.


Sería una muerte mucho más limpia que la que tendría si comía esos aperitivos.
 -No, gracias –le dijo el Cuervo Rojo al joven sirviente que llevaba los aperitivos y que se los había ofrecido amablemente-. Hoy no me apetece mucho morir. Otro día, si eso.
-Lo siento mucho, señora –se disculpó el sirviente, avergonzado. -Yo pensé que como usted… es… bueno…
-¿El Cuervo Rojo? El haber pasado una prueba de la Torre no me ha hecho inmune al veneno, aunque hubiese sido todo un detalle por su parte concederme ese don además de mis ojos. Vamos –dijo mientras señalaba hacía un grupo de nobles cercano-, lleva esta comida a aquellos que puedan comerla.
-Ahora mismo, señora.
El sirviente realizó una leve reverencia antes de marcharse, pero la cazarecompensas ya no le estaba prestando atención. Sus ojos se dirigían hacia el centro de la enorme sala, donde se acababan de encontrar tres protagonistas de esta fiesta: el duque de Adinerado, el conde de Exquisito y el Juez Supremo. Llevada por la curiosidad se acercó para escuchar que decían, abriéndose paso entre la comitiva de nobles y sirvientes que les rodeaban gracias al respeto y el temor que infundía como Cuervo Rojo.
-Una fiesta excelente –comentaba en ese  momento el Juez Supremo en tono aprobador.  Era un hombre de unos cuarenta años, con el pelo canoso y un poco rollizo. –Buena comida, excelente música y tantos soldados y bestias de guerra rodeando la fortaleza que se deben de haber quedado vacíos los cuarteles. ¿Nos ha declarado la guerra una ciudad vecina y nadie me ha dicho nada?
-Por supuesto que no, Juez Supremo –respondió el duque de Adinerado, un viejo gordo con una enorme papada que parecía ondular cuando éste hablaba. –No se deje asustar por su número, los soldados sólo son una medida de precaución. Después de lo que pasó en la fiesta del conde de Exquisito –aquí tuvo un cruce de miradas con el conde, de esos tan típicos de la nobleza que parecen cordiales pero que esconden cuchillos afilados-, pensé que tenía que tomar todas las medidas que estuviesen en mi mano para asegurarme de que un desastre semejante no se repitiera. Después de todo –dijo con sus labios gruesos formando una despectiva sonrisa-, yo no podría vivir con una vergüenza semejante.
-No seáis modesto, duque –intervino el conde de Exquisito, su enorme estatura permitiendo que se alzase por encima de sus interlocutores-. Estoy seguro que un hombre como vos, con tantos y tantos años a la espalda, podría resistirlo.
Los dos nobles se sonrieron amablemente, todo cordialidad.
Por favor, pensó el Cuervo Rojo poniendo los ojos en blanco, que se dejen de tanta palabrería y de tirarse pullas el uno al otro como niñas pequeñas y hagan algo. Un duelo, que se vayan de putas para resolver sus diferencias o se maten, me da igual, pero que hagan algo que no sea hablar todo el rato.
-Bueno bueno –exclamó el Juez Supremo dando una palmada para captar la atención de los nobles-, estoy seguro que hay muchas cosas que los dos podéis resistir. Sois los nobles más poderosos de la ciudad, los que tienen más recursos e influencia a su alcance. ¿Pero sabéis quienes apenas pueden resistir el día a día? ¡Los extranjeros! Estas personas, expulsadas de sus mundos muchas veces en contra de su voluntad, no son más que unas víctimas de…
La cazarecompensas se alejó, no queriendo escuchar uno de los famosos, largos y soporíferos discursos a favor de los extranjeros que acostumbraba a soltar el Juez Supremo. Además, había visto a una persona entre la comitiva que acompañaba al conde de Exquisito y quería hablar con ella.
Varios nobles la saludaron por el camino, antiguos patrones que habían contratado sus servicios y a los que ello saludó brevemente, poco más que unas palabras amables y falsas para tenerlos satisfechos. También saludó al señor Dorado, un gordinflón sobrino del Juez Supremo que era uno de los encargados de interrogar y asignar una ocupación a los extranjeros recién llegados, y con el que había tenido tratos recientemente.
Cuando llegó ante la persona con la que quería hablar ésta se encontraba conversando con un grupo de jóvenes nobles. Sin embargo, tras unos instantes y al darse cuenta de que la presencia silenciosa del Cuervo Rojo, uno tras otro se fueron despidiendo para coger más copas o charlar con viejos conocidos, dejándoles solas.
-Hola, Valeria.
-Hola, Elena.
Las dos mujeres guardaron silencio. El Cuervo Rojo alternó el peso de un pie a otro, sintiéndose incómoda y sorprendida por estarlo. Habían tenido miles de conversaciones a lo largo de los años, ¿por qué se le hacía tan difícil ahora hablar con ella?
-¿Cómo te va? –preguntó, indecisa. –He oído que estás en casa de la marquesa de Vino Dulce.
-Es cierto, su hija y yo somos buenas amigas y me ha ofrecido una habitación durante todo el tiempo que quiera.
-Ah, qué bien.
-Sí.
De nuevo, un incómodo silencio. El Cuervo Rojo fingió ajustarse los guantes, pensando en lo extraño que se le hacía todo esto. De pequeña la habían enseñado a matar con cualquier arma inimaginable y a tener siempre una actitud honorable, pero nunca jamás nadie la había preparado para una situación como ésta. Se sentía fuera de lugar.
Ojala pudiese pegarle a alguien.
-¿Y tú, cómo estás? –se interesó Elena.
-¿Yo? Bien, muy bien. Ya sabes que nada puede conmigo.
-Sí, eres dura como un escarabajo de piedra. E igual de mandona –añadió con una tímida sonrisa que el Cuervo Rojo no pudo evitar devolver.
- Más que mandona es que me gusta hacer las cosas bien. De todas maneras tú no te puedes quejar, ¿no? Siempre te dejaba hacer todo lo que querías: comprarte vestidos, aprender baile, asistir a las fiestas de la nobleza…
-A cambio de que entrenase todos los días sin descanso hasta que supiese matar a un hombre con la espada de treinta y dos maneras distintas, sí. Y siempre protestabas y ridiculizabas mis aficiones, diciendo qué eran cosas de “niñas”.
La cazarecompensas frunció el ceño.
-Bueno, es qué son cosas de niñas. ¿De qué te sirve el baile? Puedo reconocer que en ciertas ocasiones hay pasos de esgrima similares a la danza, pero de eso a…
-¿Pero tú te oyes? –la interrumpió Elena, gesticulando con los brazos. –Todo lo relacionas con matar a los demás. Eres incapaz de hacer algo simplemente porque sea divertido o interesante, y quieres que yo sea igual que tú.
-Pero… ¿pero qué coño estás diciendo?  No hay nada como la emoción de la persecución, como ese subidón de adrenalina que se siente al ganar un combate a muerte. Es la mejor sensación que se puede tener en la vida.
-Sí, si eres la clase de persona que disfruta rajando a los demás-. La cazarecompensas miró a su antigua protegida con mala cara, ya que la joven lo había dicho como si eso fuese algo reprochable. –Además –prosiguió Elena-, tú misma me has dicho que últimamente te estabas aburriendo con lo de ser cazarecompensas.
-Pero sólo porque es demasiado fácil, ¿no lo entiendes?-. Ante el silencio de la joven, el Cuervo Rojo rechistó despectivamente. -Bah, que vas a entender tú. No eres más que una cría.
Una mala elección de palabras, fue lo que pensó la cazarecompensas nada más pronunciarlas. Sin embargo eran la pura verdad y no estaba dispuesto a retirarlas, ni siquiera cuando Elena apretó los dientes con tanta fuerza que casi podía oírlos castañear.
-¡Eres una amargada! –exclamó Elena.
-¡Y tú una niña malcriada! –replicó el Cuervo Rojo.
-Bueno, si tenemos en cuenta que me criaste tú eso no te deja muy bien, ¿no?
-¡Ah! –exclamó la cazarecompensas llevándose la mano a la boca. -¿Cómo te atreves a decirme eso? Yo, que siempre…
-¿Un pastelito, señora?
Durante un instante las dos mujeres callaron, contemplando al sirviente que las había interrumpido y que le ofrecía al Cuervo Rojo el último aperitivo de su bandeja: un mandini azucarado, una de las pocas delicias no venenosas que comían habitualmente los nobles.
El Cuervo Rojo se quedó estupefacta: había estado tan concentrada en la discusión que ni siquiera se había dado cuenta de que se le había acercado el camarero. Ella no cometía estos errores.
-Ya lo cogeré yo –dijo Elena reaccionando primero y alargando el brazo para coger el pastelito. Se lo llevó a la boca  mientras le sonreía con picardía al camarero y le lanzaba miradas envenenadas a la cazarecompensas. –Yo me lo puedo permitir, pero mi amiga está perdiendo la línea y no le conviene, ¿sabe?
Pero qué zorra, pensó el Cuervo Rojo mientras Elena se comía el exquisito pastelito haciendo gestos de placer. El camarero se marchó rápidamente, sin duda alguna buscando una compañía menos conflictiva.
Y yo debería hacer lo mismo. Ya he perdido demasiado tiempo con estas tonterías.
Iba a abrir la boca para despedirse, porque a pesar de la discusión y de las duras palabras que le había dirigido Elena (¿dónde demonios habría aprendido a comportarse de esta manera? Ella desde luego no la había educado así) quería dejar las cosas bien entre ellas. Pero al verla comiéndose de un último y satisfactorio bocado el pastelito, sus ojos mirándola burlona, cambió de idea.
Se dio la vuelta y se marchó, bufando y mascullando por lo bajo contras las niñas-malcríadas-que-se-creen-más-listas-de-lo-que-son. Debía de tener un aire de mala ostia tan grande a su alrededor que, mientras se dirigía a una de las columnas de la sala nadie, ni noble ni sirviente, se atrevió a decirle nada a pesar de los empujones y golpes de hombro con los que se abría paso.
Fue gracias a los ejercicios de concentración que realizaba rutinariamente que consiguió recuperar poco a poco el control de sí misma, de tal manera que cuando llegó a la columna ya era de nuevo la fría y eficiente Cuervo Rojo en vez de la rabiosa y alocada Cuervo Rojo que se moría de ganas de estrangular con sus propios manos a su ex-protegida.
Con un salto se agarró a la columna y se dispuso a trepar por ella, usando los pequeños relieves y asideros que le ofrecía la piedra trabajada. Ignorando los gritos de sorpresa de los invitados, fue trepando y trepando hasta llegar a la figura de una abeja que sobresalía de la columna y le ofrecía un lugar privilegiado donde encaramarse y observar toda la sala.
La sala era la más grande de la fortaleza del duque de Adinerado, más grande que muchas de las aldeas que había visto, de hecho. Ocupaba casi todo el cuarto piso del edificio y resultaba impresionante. Una serie de dos columnas en paralelo sostenían el techo, que se alzaba a más de seis metros de altura y estaba decorado con grabados y figuras talladas en la piedra. En las paredes de la sala había mosaicos, sencillos pero llenos de colores vivos que representaban viejas batallas que la ciudad había librado contra plagas de insectos o ciudades vecinas, así como otros eventos memorables como la aparición de la Torre. Incluso tenía balcones desde los cuales los invitados podían salir al exterior y disfrutar de las vistas de la ciudad.
Pero aún con todo lo grande que era la sala, ésta se encontraba llena de gente. Todo aquél que fuese alguien estaba en la fiesta, así que hasta el último noble de la ciudad estaba entre los invitados, junto con algunos escasos y privilegiados plebeyos: maestros artesanos o mercaderes especialmente ricos. Además, había un enjambre de sirvientes moviéndose alrededor de los invitados: músicos, actores, camareros, y eso por no contar a las decenas de guardias que estaban de patrulla. El bullicio provocado por tantas personas hablando, moviéndose y trabajando era tan grande que resultaba ensordecedor.
Sin embargo, había dos zonas donde el silencio reinaba. Una eran las puertas de entrada a la sala, vigiladas fuertemente por las tropas del duque y que interrogaban concienzudamente a todos aquellos que quisieran entrar o abandonar el lugar. La otra se encontraba en el otro extremo, donde tras un muro de soldados se podía ver los enormes bombos de la lotería y los cofres con el dinero del premio.
El Cuervo Rojo, situado de cuclillas sobre la abeja de piedra, recorría con la mirada toda la sala. Sus ojos carmesíes examinaban a todos y cada uno de los camareros, músicos y artistas, buscando entre ellos la persona que coincidía con la descripción de su presa.
Hubiese sido una tarea difícil para una persona normal, casi imposible. Había cientos de personas en la sala que no paraban de moverse, hablar y comer, y los sirvientes se movían entre ellos constantemente para atenderles. Sin embargo, el Cuervo Rojo no era una persona normal.
La Torre la había cambiado. Sus ojos no sólo podían ver en la oscuridad y a través de la más profunda de las brumas con tanta facilidad como si fuese de día, sino que además podía ver cualquier detalle de un objeto en movimiento.
Por ejemplo, las torpes acometidas de una docena de rufianes que la atacaban por todas partes. O los movimientos rápidos como un rayo de las hormigas punta de flecha.
O encontrar a un sirviente en concreto entre cientos de personas.
Ahí está, pensó la cazarecompensas mostrando una sonrisa de depredador. Te he encontrado.
Su presa estaba en un rincón apartado de la sala, recogiendo los platos y copas vacíos de una mesa. Sin perderla de vista ni un instante, bajó de la columna de un ágil salto y la fue siguiendo a distancia por la sala, observando sus idas y venidas. Esperó a que el duque de Adinerado convocase a todos los invitados para soltarles el habitual discurso sobre la historia del sorteo, y entonces dio unas cuantas monedas a un sirviente para que le dijese a su presa que la esperaban en uno de los balcones, vacíos ahora de gente.
Unos instantes después, el Cuervo Rojo salió al balcón, silenciosa como una sombra.
-¿Eres Sara de Alba, verdad?
La camarera se giró, sorprendida. Era una joven guapa de cara, con los ojos verdes y el cabello castaño recogido en un elegante peinado, poco común en una sirvienta. Tenía una figura atractiva, con unos grandes pechos que debían de ser un imán para los hombres. Toda una preciosidad que coincidía cien por cien con las descripciones que había obtenido la cazarecompensas.
-Creo… creo que se equivoca, señora. Yo soy…
-No te hagas la tonta, Sara –la interrumpió bruscamente el Cuervo Rojo. –Sé perfectamente quién eres y qué haces aquí.
De un movimiento rápido desenvaino uno de sus cuchillos, su filo afilado de garra de mantis reflejando la pálida luz de la Luna.
-¡Le juro que se equivoca! –repitió la joven, retrocediendo asustada ante el cuchillo. Sus pasos se detuvieron al llegar a la barandilla de piedra que evitaba que un invitado descuidado cayese. La falsa camarera echó una mirada rápida por encima de la barandilla hacía el suelo, a varias decenas de metros más abajo. Tragó saliva, impresionada.
-Eres Sara de Alba, nacida en el mundo de Nostril –dijo el Cuervo Rojo mientras se deslizaba hacía su presa, lenta pero tan irrevocablemente como un depredador a punto de acabar una larga cacería. –Una noble que huyendo de la masacre que acabó con toda su familia cruzó la Torre a la desesperada, yendo a parar a un mundo en el cual de buenas a primeras la etiquetaron como esclava y en el que más tarde tuvo que transformarse en una ladrona para sobrevivir. La de vueltas que da la vida, ¿no crees, Sara de los Ocean’s Eleven? De futura duquesa a la amante del líder de una famosa banda criminal.
La cara de la ladrona era un poema.
-¿Cómo… cómo lo has hecho? –acabó preguntando la ladrona. -¿Cómo has averiguado todo eso?
Por tu nombre, pensó el Cuervo Rojo. Sara, el nombre que había pronunciado el líder de los Ocean’s Eleven el día del robo del cuadro. Sólo un nombre, pero un nombre muy poco común en este mundo y que le había permitido, consultando el registro de extranjeros, obtener una descripción y un ligero trasfondo sobre su pasado. El resto de información la había conseguido de la manera tradicional, interrogando y/o amenazando a sus contactos de los bajos fondos.
-Soy buena en mi trabajo –se limitó a responder la cazarecompensas, encogiéndose de hombros. –Y ahora vas a decirme en qué consiste vuestro plan. Puedes hacerlo por las buenas y no hacerme perder más tiempo, o puedes hacerlo por las malas, con lo que además de hacerme perder tiempo tú perderás uno o más dedos y puede que alguna oreja, según lo sensible que seas al dolor.
“Tú eliges, guapa.”

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