Ahí estaba el tío, de pie ante las máquinas del sorteo con
las bolas en las manos, con esa pose de persona digna y respetada que nunca ha
engañado a nadie... Joder, como se la había jugado, a él y a todos. No sabía de
que tenía más ganas, si de aplaudirle o de pegarle un tiro.
-Un millón de coronas para el número 11506 –dijo en tono de
sorna, imitando la voz del Juez Supremo. –¡Será mentiroso el cabrón!
-¡Pero es el Juez Supremo! –exclamó el Cuervo Rojo. Peter
chasqueó la lengua disgustado y se la quedó mirando, decepcionado ante su
ingenuidad. –No puede mentir.
-¿Por qué no, es que se va a morir si lo hace? ¿Le
explotará la cabeza si dice que ha llovido cuando en realidad ha hecho buen
tiempo, o qué?
La cazarecompensas le lanzó una mirada tan amenazante que
Peter sintió como un escalofrío le subía por la columna, pero consiguió
disimular su miedo y sonreír como si fuesen amigos de toda la vida
intercambiando pullas. No podía parecer débil ante una mujer como la que tenía
enfrente o le rajaría la garganta en un pis plas.
-Eres un idiota -le espetó el Cuervo Rojo. -Su religión es
la verdad, y viven su vida basándose en que negar la verdad es el peor de los
crímenes posibles, peor incluso que el asesinato a sangre fría. -Movió la
cabeza de un lado a otro como despreciando esa idea, aunque por el tono de su
voz era evidente que sentía respeto por esos curas. - Es una estupidez, pero
les honra ser capaces de seguir un código.
-Pues el Juez Supremo acaba de romper ese código -replicó
Peter. -Es eso, o que tú no has cumplido tu parte del trato.
Le basto con un vistazo a la cara de indignación de la
cazarecompensas para saber que ése no había sido el caso. En este aspecto
resultaba toda una ventaja tratar con alguien tan transparente en sus
emociones, aunque esas emociones fuesen en su mayoría desprecio y odio por su
persona.
Entonces, ¿qué puedo hacer? se preguntó a si mismo
el terrestre, tamborileando con los dedos sobre la superficie de la mesa. Tenía
un problema. Lo había preparado todo para que sus subalternos en los Ocean's
Eleven ganasen los números premiados más bajos, reservándose para si mismo el
primer premio que le permitiría pasar la prueba de la Torre directamente, y
ahora estaba jodido. Necesitaba ese dinero.
Se iba a poner de pie cuando la mano del Cuervo Rojo salió
disparada como un garfio hacía su hombro, sujetándole al asiento con preocupante
facilidad. Qué fuerte que es la condenada.
-He cumplido mi parte –afirmó con rotundidad la
cazarecompensas, sus ojos desafiándole a que le llevase la contraria. -Dame el
antídoto.
El terrestre asintió en silencio. Ya había tensado mucho
esa cuerda y no quería que se le acábese rompiendo en la cara. Rebuscó en su
traje de camarero y sacó dos pastelitos idénticos envueltos en tela, de
bolsillos del pecho y del pantalón respectivamente. Se los mostró al Cuervo
Rojo y los dejó sobre la mesa con exagerado cuidado.
-Aquí tienes el antídoto por duplicado-. En una muestra de
prudencia había decidido llevar dos dosis encima por si una se le dañaba
durante la tarde. Ya podía haber sido tan prudente con los números de la
Lotería y haberse quedado con alguno más a parte del primero. –Con un solo
pastelito será suficiente para curar el envenenamiento, considera el otro un
regalo por las molestias. Es inofensivo y hasta tiene buen sabor, lo que en
este mundo es toda una sorpresa. Y ahora, encantadora amiga, me voy que tengo
cosas que hacer.
Dio un estirón de prueba y la cazarecompensas, aunque
poniendo cara de malas pulgas, le dejó libre. Peter se puso de pie y empezó a
caminar en dirección al punto donde había acordado reunirse con sus hombres una
vez acabado el sorteo de la Lotería, notando clavada en su espalda la rencorosa
mirada del Cuervo Rojo.
Lánzame todas las miradas
amenazantes que quieras, pero te he ganado esta noche.
Si antes del sorteo los invitados de la fiesta estaban
alegres, ahora que el espectáculo había acabado y no tenían que aparentar
interés por su resultado estaban eufóricos. Bebían, comían y gritaban como si
fuese el fin del mundo, ajenos a las decenas de guardias y soldados que seguían
vigilando el dinero del premio y las entradas a la sala, esperando una entrada
espectacular de los Ocean’s Eleven que a cada segundo que pasaba era más evidente
para todos los presentes que no iba a suceder.
Vestido como un camarero más, al terrestre le resultaba
difícil avanzar por la fiesta. Cada dos por tres le detenían para pedirle
bebidas, preguntarle algo o para reír alguna estúpida gracia de borrachos. Así
que cuando logró llegar al sitio acordado –la tercera columna desde el fondo de
la sala-, se encontró con que ya le esperaban todos sus hombres. Clarx, Mandel,
Oris, Dentel; unos viejos canallas que sabían defenderse con las armas. Nakato
y Shamala, pequeños y sigilosos. Y Estirado, un poco inútil pero el más leal de
los suyos.
Sara no estaba entre ellos, pero no podía decir que fuese
una sorpresa.
-Hemos triunfado, jefe –dijo Estirado, el único miembro de
su banda que no era un extranjero. Le golpeó amistosamente en el hombro
mientras sonreía de oreja a oreja, mostrando una boca en la que faltaban varios
dientes. –Nos hemos hecho de oro y no hemos tenido ni que mover un dedo. ¡A
esto lo llamo yo un buen trabajo!
Peter resopló por lo bajo. Sus hombres estaban
entusiasmados, y no podía culparles por ello después de que les hubiese salido
bien un plan tan arriesgado. Le abrazaban y le saludaban mostrando una
cordialidad y simpatía que podía resultar excesiva teniendo en cuenta que aún
estaban “trabajando”, pero el terrestre no se preocupó por eso. Los invitados
estaban tan borrachos que dudaba mucho que fuese a importarles la falta de
decoro de sus camareros.
Lo que sí que le preocupaba era que Shamala y Clarx habían
trabado amistad con Sara, y temía su reacción después de cómo había tratado a
la joven. Sin embargo, le saludaron con el mismo entusiasmo y compañerismo que
el resto. Una de dos, o no sabían lo que había pasado y pensaban que la joven
ya había dejado la sala, o sabían lo que había pasado y les daba igual.
Por las miradas de reojo que se lanzaron entre ellos cuando
creían que no les veía, adivinó cual era la opción correcta. Aunque eso suponía
un problema menos, no pudo evitar sentirse un poco decepcionado.
Se estaba rascando la cabeza, pensando cómo demonios podía
plantearles a sus hombres el espinoso asunto del primer premio, cuando un grito
agudo y desesperado rompió las risas y cantos de la fiesta como un cuchillo
caliente corta la mantequilla. Como un solo hombre, todos los invitados giraron
en rostro en dirección al centro de la sala.
Peter les imitó, pero era demasiado bajo y había demasiado
gente para poder ver qué había provocado ese grito. Así que, impulsado por la
curiosidad, se subió a una mesa para poder ver lo que estaba pasando.
Se había abierto un hueco entre la multitud repentinamente
silenciosa, un hueco que cada vez se hacía más grande conforme la gente
retrocedía asustada. En el centro del espacio abierto dos hombres yacían en el
suelo, tirados en medio de un charco de sangre que mojaba las excelentes botas
del conde de Exquisito y de dos de sus seguidores, que con las espadas
desenvainadas manchadas de rojo no daban pie a muchas preguntas sobre lo que
había sucedido.
-¿Qué está pasando aquí? –preguntó el duque de Adinerado,
dando la razón a todos aquellos que creen que siempre hay alguien preguntando
aquello que es obvio. -¿Qué demonios ha hecho, conde?
Como respuesta, el conde escupió sobre uno de los
cadáveres.
-Sólo me he defendido, duque, de los sicarios con los que
pretendíais asesinarme.
Vaya, pensó Peter
mientras un clamor de indignación se alzaba entre los invitados. Vaya, volvió a pensar mientras observaba
como el rostro del duque adquiría una palidez que no era del todo producto de
su avanzada edad.
-¡Queríais asesinarme, duque! –le acusó el conde de
Exquisito con su voz atronadora, señalándole con su espada que goteaba sangre a
través de los invitados y los guardias que lo protegían. El gentío que lo
rodeaba retrocedió un par de pasos, intimidados ante la furia del gigante. –¡A
traición, como si fuese una sucia mosca y no un noble de esta ciudad!
“Pero no soy un estúpido, duque. En los últimos meses tanto
yo como otros nobles con los que comparto intereses hemos sido robados por esa
maldita banda de ladrones, los Ocean’s Eleven. Una y otra vez, sin respeto, sin
temor, esos malnacidos nos han escogido a mí y a mis amigos como sus víctimas.”
Peter alzó una ceja. No tenía ni idea de qué demonios
pretendía el conde de Exquisito poniéndose a hablar de los atracos después de
acusar al duque de intentar matarle.
-¿Por qué actuaban así? –siguió el conde, levantando las
manos a las lados. –No tenía sentido. Unos ladrones no entienden de alianzas ni
de políticas, sólo quieren dinero. ¿Así que porque no intentaban robar a
ninguno de los aliados del duque, cuyas riquezas eran iguales que las nuestras
y no estaban tan bien defendidas tras constantes ataques?
“La respuesta era evidente, aunque me resistía a creerla
–dijo el conde bajando la punta de la espada mientras una mueca de desprecio aparecía
en su rostro. Muchos de los invitados tragaron saliva, adivinando cuales serían
las siguientes palabras del conde y las consecuencias que tendrían. –El duque
de Adinerado estaba compinchado con los ladrones.
-¿Cómo os atrevéis? ¡Haré que os cuelguen por esto, os…
-¡Pero hoy –exclamó de nuevo el conde, interrumpiendo la
protesta del duque con su imponente voz –he confirmado mis temores! Los Ocean’s
Eleven habían amenazado con robar la Lotería, pero, ¿acaso lo han hecho? Ni
siquiera se han molestado en aparecer. Oh, sé lo que estáis pensando. La
fortaleza entera está llena de soldados, hay arañas en los tejados para impedir
que se repita la desgracia ocurrida durante la presentación del cuadro y el
comisario está por ahí –dijo haciendo un ademán despectivo-, con sus mejores
hombres. Como si eso hubiese servido de algo antes –añadió, provocando unas
risas nerviosas que se callaron rápido. -¿Alguno de vosotros cree que estas
defensas hubiesen podido detener a los Ocean’s Eleven si hubiesen decidido
robar la Lotería? Su magia extranjera es poderosa y temible. Todos sabemos,
desgraciadamente, de lo que son capaces. Pueden volar por los aires, levantar
objetos a distancia y realizar muchas otras proezas, pero no pueden robar al
duque de Adinerado. No, no pueden porque aunque los ladrones sean unos
bastardos extranjeros, jamás traicionarían a un aliado tan sucio y rastrero
como ellos, a un hombre que creyéndome débil tras los últimos golpes a mi reputación
planeó asesinarme aquí mismo-. Como respondiendo a alguna clase de señal, los
nobles partidarios del conde se agruparon tras él, respaldándolo con su
presencia. Entre ellos Peter creyó distinguir a varios rostros importantes, e
incluso a Elena, la protegida del Cuervo Rojo. –Un hombre que no merece el
gobierno de la ciudad de Fortuna.
Según el conde iba hablando, el rostro del duque iba
pasando del blanco a un rojo cada vez más intenso. Cuando acabó, su cara
parecía un tomate gordo y arrugado, hinchado de venas a punto de estallar.
-¡Matadlo! –gritaron al unísono el duque de Adinerado y el
Conde de Exquisito, señalándose el uno al otro. -¡Acabad con ese desgraciado!
Respondiendo a sus gritos todos los hombres de la sala que
tenían un arma la desenvainaron, con un ruido metálico que le puso los pelos de
punta a Peter. De inmediato bajó de la mesa y se escondió debajo de ella justo cuando
la sangre empezaba a correr, con soldados enfrentándose unos a otros, nobles
atacando a viejos rivales y sirvientes huyendo o refugiándose donde podían.
Joder. Había
dirigido los robos únicamente contra el grupo que apoyaba al conde de Exquisito
porque el gigante era un hombre astuto, fuerte y despiadado, mientras que el
duque era un viejo que estaba a las puertas de la muerte con unos herederos a
cada cual más inútil. Simplemente había seguido sus ordenes, facilitando la
conquista de este mundo al debilitar al rival más poderoso.
¿Cómo iba a imaginar que acabaría provocando una guerra
civil?
-¿Qué vamos a hacer? –le preguntó Estirado con temor.
Prudentemente, su banda le había imitado y se había refugiado debajo de la
mesa.
-¿No es evidente? –respondió Peter, contemplando las caras
asustadas que le rodeaban. -Vamos a
robar el dinero de la Lotería.
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