lunes, 14 de enero de 2013

Capítulo 10 (Parte 3) - Una fiesta con sorpresas


No era más que una camarera. Joven, delgada y con el rostro cubierto de pecas, yacía en el suelo retorciéndose de dolor mientras la vida se le escapaba por la herida abierta en las tripas. Sus ojos, cubiertos por las lágrimas, reflejaban una expresión de incredulidad. “¿Me estoy muriendo?”, parecían decir.
Nero no podía dejar de mirarla.


-¡Proteged al Juez Supremo! –ordenó el capitán de su guardia, apartando de un violento empujón a un noble que estaba en medio. -¡No dejéis que sufra daño alguno!
De inmediato, el actor se vio rodeado por un anillo de hombres armados. Seguidores de la Verdad, vestían ropajes blancos y una armadura de un gris oscuro fabricada con el caparazón de hormigas guerreras. Eran hombres leales, que sacrificarían su vida sin dudar por protegerle.
-Excelencia –dijo el capitán intentando apartar sin éxito la atención de Nero de la chica moribunda. –Excelencia- repitió el capitán, colocando su mano en el hombro del actor y sacudiéndole levemente hasta que éste pareció reaccionar-, debemos irnos. No es seguro permanecer aquí.
Nero parpadeó, recuperando el sentido tanto por las acciones del capitán como por el tono de urgencia de su voz. Miró al rostro preocupado del soldado, y luego más allá del anillo de guardias que le rodeaban, hacia los sirvientes que huían o se escondían, hacia los soldados que mataban y morían, hacia los nobles que tomaban posiciones en esta lucha por el poder.
Entonces volvió a mirar a la joven camarera, una víctima inocente de un conflicto que no tenía nada que ver con ella. ¿Cuántos más morirían como ella? ¿Cuántos más, tanto extranjeros como locales, serían asesinados esta noche por estar en medio, por accidente o por simple crueldad?
Recordó como, tres años antes, todos los habitantes de su pueblo habían sido asesinados y tomó una decisión. Tragó saliva, recuperando la autoridad y el lenguaje corporal del Juez Supremo, vistiéndose con su personaje como un hombre lo haría con un traje.
-No, capitán –replicó el actor haciendo un gesto para que el soldado le soltase el hombro. Su voz, grave y con un leve toque nasal, tenía el mismo acento que la del Juez Supremo. –No pienso marcharme de aquí  y dejar que esta locura continúe. No consentiré que más extranjeros paguen los platos rotos de nuestra ambición, ni dejaré que nuestra ciudad pierda a sus mejores soldados en estúpidas luchas internas cuando las ciudades vecinas sólo esperan una oportunidad para atacarnos-. Sus palabras eran las mismas del Juez Supremo, conocía su discurso de carrerilla. –Vamos, capitán. Haga que sus hombres me lleven hasta el conde de Exquisito para que pueda poner fin a esto.
El capitán torció el rostro en una mueca de disgusto, pero acabó asintiendo.
-Como usted ordene, Excelencia.
Se llevó la mano al pecho e hizo una pequeña reverencia, todo él humildad y respeto, antes de girarse y empezar a dar órdenes a sus hombres para cumplir los deseos del Juez Supremo.
Para cumplir los deseos de un mentiroso que había traicionado al único hombre que le había ayudado y ofrecido su amistad en este mundo.
-Quédese cerca de mí y vaya con cuidado, Excelencia –le rogó el capitán. –Vamos a ponernos en marcha.
Nero asintió y el anillo de guardias empezó a moverse como un solo hombre en dirección a la figura gigantesca del conde de Exquisito, sus espadas y escudos de cara al exterior sin dejar ni un resquicio para que nadie pudiese herir a su señor.
Rodeado y protegido de esta manera, los ojos de Nero miraban en todas direcciones mientras estaba siendo escoltado hacía su destino, temiendo que sus hombres se viesen envueltos en un combate. Habían estallado peleas por toda la sala, y aunque de momento los hombres del conde llevaban la ventaja debido a su mayor número-¿a cuántos soldados debía de haber sobornado el conde para que traicionasen al duque? Se debía de haber gastado una fortuna-, ya se había dado la alarma y soldados de la fortaleza estaban entrando en la sala para apoyar a su señor. Sólo era cuestión de tiempo que las tornas cambiasen.
-Vamos –murmuró, más para si mismo que para sus guardias. Ya estaban muy cerca del conde, unos cuantos metros y podría hablar con él, y, de alguna manera, conseguir que detuviese la batalla. Era algo que podía lograr gracias a la autoridad del Juez Supremo y a su reputación de intachable sinceridad. –Vamos.
De repente el sonido de la batalla se cernió sobre él. Nero retrocedió, impedido por sus guardias cuando estos trabaron combate contra un grupo de soldados. Las armas chocaron entre sí con una violencia y fuerza que no tenían nada que ver con la que Nero había presenciado en sus obras de teatro.
Esto es salvaje, pensó el actor, la respiración entrecortada mientras contemplaba horrorizado como uno de sus guardias caía, abatido por un tajo que le arrancó media cara. Ese hombre ha muerto por mi culpa. Por mi decisión de no retirarnos. Hombre contra hombre, rostro contra rostro, aliento contra aliento, una lucha a espadas no era como dicen las historias. Nada de épica, de valor o de destreza.
Sólo desesperación y lucha por la supervivencia.
-¡Fuera de aquí!
El Cuervo Rojo se abatió sobre los soldados que les atacaban, dispersándolos como si no fuesen más que hojas frente a un vendaval. El primero cayó antes de que Nero pudiese ver qué había pasado, y el segundo de un golpe tan rápido que el soldado ni siquiera tuvo tiempo de alzar la espada para defenderse. Un tercero intercambió ataques con ella, pero al ver que sus compañeros le abandonaban y se marchaban corriendo tiró la espada a un lado y huyó mientras suplicaba clemencia.
El Cuevo Rojo lo apuñaló por la espalda. Sin piedad. Sin dudar ni un instante.
Su fama estaba más que justificada. Como ayudante personal del Juez Supremo, Nero la había visto en varias ocasiones, pero esta era la primera vez que la veía en acción, tan de cerca y sin la capucha. Parecía imposible que esta mujer que tenía delante, con su pequeño cuerpo y su aspecto tan normal, fuese tan terrible.
Entonces, como adivinando que estaban pensando en ella, la cazarecompensas se giró hacía él y lo contempló con sus ojos grandes y carmesíes.
No puede ser.
-¿Eyre?
La cazarecompensas ni pestañeó al sentir el nombre. Por supuesto que no, ¿por qué iba a hacerlo? Eyre estaba muerta, y está mujer jamás podría ser ella. Era mayor, de unos treinta y pocos años, y tanto sus gestos como su cara eran distintos. Sólo tenía un leve aire a su amor muerto.
Pero por un instante, un magnífico instante, hubiese jurado que era ella.
-Juez Supremo.
El conde de Exquisito caminó hacía él, sus exquisitas ropas de colores vivos manchadas de oscura sangre. Su rostro era una máscara de fría hostilidad cuando habló.
-¿Qué queréis de mí, Juez Supremo? Si es que podéis seguir llamándoos así, después de vuestra mentira de hoy. –El corazón del actor dio un salto escuchar la acusación del conde. ¿Lo sabe? ¿Sabe qué he mentido al decir el primer premio para ganarlo yo?  No le importó que el capitán y el resto de sus guardias se pusieron en guardia, dispuestos a defender el honor de su señor, ni siquiera le importó sentir la mirada del Cuervo Rojo, observándolo con atención. Si el conde sabía lo que había hecho, estaba acabado. Jamás podría pasar la prueba de la Torre. -¿Dónde están vuestros hombres? Me prometisteis el apoyo de la iglesia de la Verdad, y aquí yo sólo veo a vuestros guardias personales y a ni un solo soldado más.
Nero parpadeó.
-¿Qué…
-¡No me vengáis con “ques” estúpidos, Juez Supremo! Hicimos un trato. Vuestro apoyo en la lucha contra el duque a cambio de que suavizase las leyes contra los extranjeros de la ciudad. Me disteis vuestra palabra, la palabra de un Juez. Y yo os creí, porque un Juez jamás mentiría.
El actor no sabía qué decir. Los soldados del conde estaban empezando a retroceder, empujados por los refuerzos del duque que no dejaban de entrar a la sala.
-Pero vos habéis mentido –continuó el conde con rabia-, y ahora mis hombres, mis aliados y yo mismo lo pagaremos con nuestra vida.
Nero bajó la mirada al suelo, sintiendo todo el peso de las palabras del duque sobre su espalda. Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero de su seca garganta no salió palabra alguna.
Había tenido suerte, tres años antes, cuando al atacar al maldito hombre pálido nada más llegar a este mundo había llamado la atención del señor Dorado. Gracias a eso había conseguido trabajo como ayudante personal del Juez Supremo, una de las pocas personas de Navar que trataba bien a los extranjeros. Durante años le había servido bien, ganándose su confianza, su respeto y su amistad. Sí, Nero había tenido suerte.
Había tenido tiempo de planear. De preparar una máscara, de comprar un único número de la Lotería, de pensar cómo dejar inconsciente al Juez Supremo y esconderlo sin que nadie se diese cuenta, para así poder usurpar su identidad el día del Sorteo. Sí, se había creído muy listo llevando a cabo su gran plan.
Pero no había tenido ni la más remota idea de los planes del verdadero Juez Supremo.
Nero alzó la vista, y se obligó a si mismo a sonreír ante el ceño fruncido del conde.
-¿Una promesa? –preguntó, usando su mejor interpretación de no-tengo-ni-idea-de-qué-estás-hablando. –Lamento mucho si se ha podido llevar esa impresión, conde, pero yo jamás le he prometido nada sobre lo que usted comenta. De no ser así puede estar seguro que hubiese cumplido con mi palabra.
-Tú… -el conde apretó los dientes con fuerza. La mano en la que sostenía la espada le temblaba de la rabia que sentía, pero Nero no se permitió el lujo de sentirse culpable por su mentira, no cuando sus guardias le miraban. Él era el Juez Supremo, el líder máximo de su religión. Su palabra era la verdad. Ahora más que nunca, Nero necesitaba transmitir esa sensación.
Finalmente, el conde se rindió. Lanzó un suspiro de amargada resignación y susurró las siguientes palabras antes de regresar con sus hombres: –Maldito seas.
El actor se quedó unos segundos mirando como el conde volvía con los suyos antes de darse la vuelta y ponerse a caminar en dirección contraria. En seguida, sus fieles guardias le siguieron, tan leales y fieles como sólo puede esperarse de aquellos que confían plenamente en su señor.
Su plan había fracasado. Tanto si por un milagro el conde conseguía ganar la batalla como si lo hacía el duque, el trato que había hecho el Juez Supremo saldría a la luz mucho antes de que pudiese huir con el dinero. Y entonces, sin ninguna duda, descubrirían su engaño.
Aquí se acaban los planes brillantes. Sus ojos fueron hacía los cofres del premio, aún protegidos por unos cuantos guardias. Pasaremos a lo simple y sencillo.
Tenía que conseguir el dinero del premio, y superar la prueba de la Torre. Tenía que superar todas las pruebas que la Torre le pusiera hasta convertirse en Dios, para así poder salvar a su pueblo, a Eyre, y a todos aquellos a los que acababa de condenar con su egoísmo.
Tenía que hacerlo.

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