No era más que una camarera. Joven, delgada y con el rostro
cubierto de pecas, yacía en el suelo retorciéndose de dolor mientras la vida se
le escapaba por la herida abierta en las tripas. Sus ojos, cubiertos por las
lágrimas, reflejaban una expresión de incredulidad. “¿Me estoy muriendo?”,
parecían decir.
Nero no podía dejar de mirarla.
-¡Proteged al Juez Supremo! –ordenó el capitán de su
guardia, apartando de un violento empujón a un noble que estaba en medio. -¡No
dejéis que sufra daño alguno!
De inmediato, el actor se vio rodeado por un anillo de
hombres armados. Seguidores de la Verdad, vestían ropajes blancos y una
armadura de un gris oscuro fabricada con el caparazón de hormigas guerreras.
Eran hombres leales, que sacrificarían su vida sin dudar por protegerle.
-Excelencia –dijo el capitán intentando apartar sin éxito
la atención de Nero de la chica moribunda. –Excelencia- repitió el capitán,
colocando su mano en el hombro del actor y sacudiéndole levemente hasta que
éste pareció reaccionar-, debemos irnos. No es seguro permanecer aquí.
Nero parpadeó, recuperando el sentido tanto por las
acciones del capitán como por el tono de urgencia de su voz. Miró al rostro
preocupado del soldado, y luego más allá del anillo de guardias que le
rodeaban, hacia los sirvientes que huían o se escondían, hacia los soldados que
mataban y morían, hacia los nobles que tomaban posiciones en esta lucha por el
poder.
Entonces volvió a mirar a la joven camarera, una víctima
inocente de un conflicto que no tenía nada que ver con ella. ¿Cuántos más
morirían como ella? ¿Cuántos más, tanto extranjeros como locales, serían
asesinados esta noche por estar en medio, por accidente o por simple crueldad?
Recordó como, tres años antes, todos los habitantes de su
pueblo habían sido asesinados y tomó una decisión. Tragó saliva, recuperando la
autoridad y el lenguaje corporal del Juez Supremo, vistiéndose con su personaje
como un hombre lo haría con un traje.
-No, capitán –replicó el actor haciendo un gesto para que
el soldado le soltase el hombro. Su voz, grave y con un leve toque nasal, tenía
el mismo acento que la del Juez Supremo. –No pienso marcharme de aquí y dejar que esta locura continúe. No
consentiré que más extranjeros paguen los platos rotos de nuestra ambición, ni
dejaré que nuestra ciudad pierda a sus mejores soldados en estúpidas luchas
internas cuando las ciudades vecinas sólo esperan una oportunidad para
atacarnos-. Sus palabras eran las mismas del Juez Supremo, conocía su discurso
de carrerilla. –Vamos, capitán. Haga que sus hombres me lleven hasta el conde
de Exquisito para que pueda poner fin a esto.
El capitán torció el rostro en una mueca de disgusto, pero
acabó asintiendo.
-Como usted ordene, Excelencia.
Se llevó la mano al pecho e hizo una pequeña reverencia,
todo él humildad y respeto, antes de girarse y empezar a dar órdenes a sus
hombres para cumplir los deseos del Juez Supremo.
Para cumplir los deseos de un mentiroso que había
traicionado al único hombre que le había ayudado y ofrecido su amistad en este
mundo.
-Quédese cerca de mí y vaya con cuidado, Excelencia –le
rogó el capitán. –Vamos a ponernos en marcha.
Nero asintió y el anillo de guardias empezó a moverse como
un solo hombre en dirección a la figura gigantesca del conde de Exquisito, sus
espadas y escudos de cara al exterior sin dejar ni un resquicio para que nadie
pudiese herir a su señor.
Rodeado y protegido de esta manera, los ojos de Nero
miraban en todas direcciones mientras estaba siendo escoltado hacía su destino,
temiendo que sus hombres se viesen envueltos en un combate. Habían estallado
peleas por toda la sala, y aunque de momento los hombres del conde llevaban la
ventaja debido a su mayor número-¿a cuántos soldados debía de haber sobornado
el conde para que traicionasen al duque? Se debía de haber gastado una
fortuna-, ya se había dado la alarma y soldados de la fortaleza estaban
entrando en la sala para apoyar a su señor. Sólo era cuestión de tiempo que las
tornas cambiasen.
-Vamos –murmuró, más para si mismo que para sus guardias.
Ya estaban muy cerca del conde, unos cuantos metros y podría hablar con él, y,
de alguna manera, conseguir que detuviese la batalla. Era algo que podía lograr
gracias a la autoridad del Juez Supremo y a su reputación de intachable
sinceridad. –Vamos.
De repente el sonido de la batalla se cernió sobre él. Nero
retrocedió, impedido por sus guardias cuando estos trabaron combate contra un
grupo de soldados. Las armas chocaron entre sí con una violencia y fuerza que
no tenían nada que ver con la que Nero había presenciado en sus obras de
teatro.
Esto es salvaje,
pensó el actor, la respiración entrecortada mientras contemplaba horrorizado
como uno de sus guardias caía, abatido por un tajo que le arrancó media cara. Ese hombre ha muerto por mi culpa. Por mi
decisión de no retirarnos. Hombre contra hombre, rostro contra rostro,
aliento contra aliento, una lucha a espadas no era como dicen las historias.
Nada de épica, de valor o de destreza.
Sólo desesperación y lucha por la supervivencia.
-¡Fuera de aquí!
El Cuervo Rojo se abatió sobre los soldados que les
atacaban, dispersándolos como si no fuesen más que hojas frente a un vendaval.
El primero cayó antes de que Nero pudiese ver qué había pasado, y el segundo de
un golpe tan rápido que el soldado ni siquiera tuvo tiempo de alzar la espada
para defenderse. Un tercero intercambió ataques con ella, pero al ver que sus
compañeros le abandonaban y se marchaban corriendo tiró la espada a un lado y
huyó mientras suplicaba clemencia.
El Cuevo Rojo lo apuñaló por la espalda. Sin piedad. Sin
dudar ni un instante.
Su fama estaba más que justificada. Como ayudante personal
del Juez Supremo, Nero la había visto en varias ocasiones, pero esta era la
primera vez que la veía en acción, tan de cerca y sin la capucha. Parecía
imposible que esta mujer que tenía delante, con su pequeño cuerpo y su aspecto
tan normal, fuese tan terrible.
Entonces, como adivinando que estaban pensando en ella, la
cazarecompensas se giró hacía él y lo contempló con sus ojos grandes y
carmesíes.
No puede ser.
-¿Eyre?
La cazarecompensas ni pestañeó al sentir el nombre. Por
supuesto que no, ¿por qué iba a hacerlo? Eyre estaba muerta, y está mujer jamás
podría ser ella. Era mayor, de unos treinta y pocos años, y tanto sus gestos
como su cara eran distintos. Sólo tenía un leve aire a su amor muerto.
Pero por un instante, un magnífico instante, hubiese jurado
que era ella.
-Juez Supremo.
El conde de Exquisito caminó hacía él, sus exquisitas ropas
de colores vivos manchadas de oscura sangre. Su rostro era una máscara de fría
hostilidad cuando habló.
-¿Qué queréis de mí, Juez Supremo? Si es que podéis seguir
llamándoos así, después de vuestra mentira de hoy. –El corazón del actor dio un
salto escuchar la acusación del conde. ¿Lo
sabe? ¿Sabe qué he mentido al decir el primer premio para ganarlo yo? No le importó que el capitán y el resto de
sus guardias se pusieron en guardia, dispuestos a defender el honor de su
señor, ni siquiera le importó sentir la mirada del Cuervo Rojo, observándolo
con atención. Si el conde sabía lo que había hecho, estaba acabado. Jamás
podría pasar la prueba de la Torre. -¿Dónde están vuestros hombres? Me
prometisteis el apoyo de la iglesia de la Verdad, y aquí yo sólo veo a vuestros
guardias personales y a ni un solo soldado más.
Nero parpadeó.
-¿Qué…
-¡No me vengáis con “ques” estúpidos, Juez Supremo! Hicimos
un trato. Vuestro apoyo en la lucha contra el duque a cambio de que suavizase
las leyes contra los extranjeros de la ciudad. Me disteis vuestra palabra, la
palabra de un Juez. Y yo os creí, porque un Juez jamás mentiría.
El actor no sabía qué decir. Los soldados del conde estaban
empezando a retroceder, empujados por los refuerzos del duque que no dejaban de
entrar a la sala.
-Pero vos habéis mentido –continuó el conde con rabia-, y
ahora mis hombres, mis aliados y yo mismo lo pagaremos con nuestra vida.
Nero bajó la mirada al suelo, sintiendo todo el peso de las
palabras del duque sobre su espalda. Abrió la boca para decir algo, cualquier
cosa, pero de su seca garganta no salió palabra alguna.
Había tenido suerte, tres años antes, cuando al atacar al
maldito hombre pálido nada más llegar a este mundo había llamado la atención
del señor Dorado. Gracias a eso había conseguido trabajo como ayudante personal
del Juez Supremo, una de las pocas personas de Navar que trataba bien a los
extranjeros. Durante años le había servido bien, ganándose su confianza, su
respeto y su amistad. Sí, Nero había tenido suerte.
Había tenido tiempo de planear. De preparar una máscara, de
comprar un único número de la Lotería, de pensar cómo dejar inconsciente al
Juez Supremo y esconderlo sin que nadie se diese cuenta, para así poder usurpar
su identidad el día del Sorteo. Sí, se había creído muy listo llevando a cabo
su gran plan.
Pero no había tenido ni la más remota idea de los planes
del verdadero Juez Supremo.
Nero alzó la vista, y se obligó a si mismo a sonreír ante
el ceño fruncido del conde.
-¿Una promesa? –preguntó, usando su mejor interpretación de
no-tengo-ni-idea-de-qué-estás-hablando. –Lamento mucho si se ha podido llevar
esa impresión, conde, pero yo jamás le he prometido nada sobre lo que usted comenta. De no ser así puede estar seguro
que hubiese cumplido con mi palabra.
-Tú… -el conde apretó los dientes con fuerza. La mano en la
que sostenía la espada le temblaba de la rabia que sentía, pero Nero no se
permitió el lujo de sentirse culpable por su mentira, no cuando sus guardias le
miraban. Él era el Juez Supremo, el
líder máximo de su religión. Su palabra era la verdad. Ahora más que nunca,
Nero necesitaba transmitir esa sensación.
Finalmente, el conde se rindió. Lanzó un suspiro de
amargada resignación y susurró las siguientes palabras antes de regresar con
sus hombres: –Maldito seas.
El actor se quedó unos segundos mirando como el conde
volvía con los suyos antes de darse la vuelta y ponerse a caminar en dirección
contraria. En seguida, sus fieles guardias le siguieron, tan leales y fieles
como sólo puede esperarse de aquellos que confían plenamente en su señor.
Su plan había fracasado. Tanto si por un milagro el conde
conseguía ganar la batalla como si lo hacía el duque, el trato que había hecho
el Juez Supremo saldría a la luz mucho antes de que pudiese huir con el dinero.
Y entonces, sin ninguna duda, descubrirían su engaño.
Aquí se acaban los
planes brillantes. Sus ojos fueron hacía los cofres del premio, aún
protegidos por unos cuantos guardias. Pasaremos
a lo simple y sencillo.
Tenía que conseguir el dinero del premio, y superar la
prueba de la Torre. Tenía que superar todas las pruebas que la Torre le pusiera
hasta convertirse en Dios, para así poder salvar a su pueblo, a Eyre, y a todos
aquellos a los que acababa de condenar con su egoísmo.
Tenía que hacerlo.
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