Tres millones de coronas, guardadas en tres cofres. En
Navar, con esa cantidad de dinero un hombre podía llevar una vida de lujos y
conseguir todo aquello que pudiese desear: prestigio, poder, mujeres…
Pero Nero no quería nada de eso. Lo único que el
actor deseaba sólo se lo podía dar la Torre, y el primer paso era conseguir uno
de esos cofres.
Tenía que pensar cómo hacerlo, pero no podía apartar
los ojos de los estragos que la batalla estaba causando. Los preciosos manteles
blancos cubiertos de sangre, los gritos de dolor de los heridos, los platos y
los alimentos tan cuidadosamente preparados tirados por el suelo como basura… A
unos pocos metros de distancia, un grupo de sirvientes tumbaban el cuerpo de un
soldado inconsciente sobre un carrito de cocina, como los que hacían servir los
camareros para transportar los platos de comida, seguramente para poder llevarlo
con facilidad a donde pudiesen tratarlo. Un camarero, un hombre flacucho con
una nariz de tamaño considerable, se lo quedó mirando por unos instantes antes de
apartar el mantel y despejar la bandeja inferior del carrito.
Vamos, Nero,
céntrate. Se detuvo a unos cuantos metros del puñado de
soldados que vigilaban el dinero –al principio de la fiesta eran muchos más,
debían de haber abandonado su puesto para unirse a la batalla-, escoltado por
sus fieles guardias. Hizo una nueva pausa fingiendo que observaba la lucha
mientras se ponía bien el pelo y pensaba en cómo demonios iba a conseguir el
dinero. Piensa, piensa.
Podía ordenar a sus guardias que atacasen a los
soldados, pero no estaba seguro de quien ganaría y no quería ser el responsable
de la muerte de ninguno más de sus hombres. Era mejor hacer servir la autoridad
y fama del Juez Supremo para conseguir sus propósitos, inventándose alguna
mentira. Sí, pensó asintiendo levemente con la cabeza para autoconvencerse, eso
debería funcionar. Empezaría a hablar con los guardias e iría improvisando
sobre la marcha. Siempre se le había dado bien improvisar.
Convencido de haber encontrado una solución, Nero
iba a avisar a sus guardias para que reanudasen la marcha cuando escuchó un extraño
silbido muy agudo y casi al instante un humo espeso y de color rosado empezó a
extenderse por toda la zona. En unos pocos segundos la visibilidad había
desaparecido casi por completo y no podía ver más allá de dos palmos de
distancia. Incluso las espaldas de sus guardias le parecían borrosas siluetas.
-¿Qué está pasando? –preguntó el actor cubriéndose
la boca, temiendo que el extraño humo fuese venenoso. -¿De dónde ha salido este
maldito humo?
-Deben de ser los Ocean’s Eleven, Excelencia
–respondió el capitán acercándose para que pudiesen verse mutuamente mientras
hablaban. -Esos ladrones emplearon el mismo truco cuando robaron el cuadro del
conde de Exquisito.
Como cerciorando las palabras del capitán, gritos de
alarma empezaron a escucharse entre el humo:
-¡Los Ocean’s Eleven están aquí!
-¡Socorro!
-¡Huyamos antes que nos maten!
Los gritos parecían venir de todas partes, como si
estuviesen en medio de decenas de miembros de los Ocean’s Elevens. Nero miró de
un lado a otro, los ojos abiertos de par en par intentando averiguar qué estaba
pasando y sintiendo tan vulnerable como un pez fuera del agua. Se giró en
dirección a los cofres cuando escuchó ruido de combate, su pulso acelerado por
el miedo.
-Debemos retirarnos, Excelencia –dijo el capitán
poniéndole la mano en el hombro, su voz traicionando una preocupación que su
profesionalidad ocultaba. -Esos ladrones emplean una magia extraña y maléfica a
la que no podemos enfrentarnos. Lo más seguro es que retrocedamos hasta dejar
la zona cubierta por el humo.
-Mierda –murmuró el actor, suficientemente bajo para
que nadie le escuchase. Odiaba esto, pero el capitán tenía razón: quedarse aquí
era invitar a la catástrofe. No le quedaba otro que abandonar por el momento,
pero aún así no podía permitir que los Ocean’s Eleven se apoderasen antes que él
del dinero.
-Pero no podemos dejar que roben los cofres –protestó
Nero topándose con la expresión decidida del capitán, que por la cara que ponía
estaba claro que no pensaba obedecerle.
–Capitán, hablo en serio –remarcó el actor cruzándose de brazos-, no
podemos dejar que esos ladrones se salgan con la suya. Es nuestro deber como
ciudadanos.
-Mi deber es garantizar su protección, Excelencia
–replicó el capitán. –Pero haré lo que pueda.
Gritando para hacerse oír por encima de la confusión
que se había apoderado de esa zona de la sala, el capitán empezó a dar
instrucciones apresuradas a sus hombres para que ayudasen a los soldados del
duque a proteger los cofres de los ladrones.
En medio del caos, los gritos y la confusión, mientras
esperaba a que el capitán acabase de dar las órdenes, a Nero le pareció
escuchar el traqueteo característico de un carrito de cocina dirigiéndose hacia
donde venían los gritos. Pero como sólo fue un instante y no tenía ningún
sentido -¿por qué alguien iba a llevar un carrito de la comida al atraco, para
servir aperitivos a los Ocean’s Eleven?-, lo desechó como producto de los
nervios y su abundante imaginación.
-¿Está listo, Excelencia?
El actor asintió con la cabeza. El capitán le pidió
que le siguiese de cerca para no perderle de vista y Nero así lo hizo,
caminando apenas un par de pasos por detrás del guardia mientras avanzaban a
ciegas por la sala, todo su cuerpo en tensión temiendo que en cualquier momento
un ladrón o un soldado despistado saliese de entre el humo dispuesto a acabar
con su vida.
Afortunadamente ese no fue el caso. Puede que hubiesen
tenido mucha suerte o que el capitán tuviese un sentido de la orientación a
prueba de bombas, pero en un tiempo sorprendentemente corto habían conseguido
llegar a las puertas de entrada a la sala, una zona libre del humo rosado y
donde se podía ver a más de un metro de distancia. De todas maneras eso no
importaba mucho, porque el resto de la sala estaba cubierta por el maldito
humo. Sólo los sonidos de la batalla y la fuerte y grave voz del conde de
Exquisito podían dar una pista de lo qué estaba pasando.
Los refuerzos del duque se habían apelotonado en las
puertas. Los oficiales discutían sobre la conveniencia o no de adentrarse en la
sala sin tener la más remota idea de lo qué les esperaba ahí dentro, mientras
que los soldados contemplaban los hilillos de humo con temor supersticioso.
-¡Hombre herido, hombre herido! –exclamó una voz
instantes antes de que un carrito de cocina tirado por tres camareros
apareciese a través del humo transportando el cuerpo de un soldado. –¡Abran
paso, rápido!
Mas que los soldados abriendo paso, fue el carrito
quien se abrió paso abalanzándose sobre los pobres hombres como un caballo
desbocado. Los soldados que estaban en medio de su camino saltaron a un lado
antes de ser arrollados, mientras los oficiales sólo le dedicaban una rápida
mirada para comprobar que el hombre herido era de los suyos.
-¡Paso, paso!
Nero alzó una ceja, reconociendo al camarero que iba
en cabeza como al tipo flacucho que se lo había quedado mirando antes. Debía de
ser una buena persona, si en medio de una batalla se detenía a sacar a un
herido.
Un viejo carrito
de cocina que sonaba exactamente como el que había oído antes, en el humo.
-¡Ah! –exclamó Nero llevándose las manos a la cabeza
al darse cuenta de lo qué había pasado. Un
carrito como ese podía llevar en su bandeja inferior los tres cofres.
-¡El carrito! –gritó señalando a los camareros que
ya cruzaban las puertas. -¡Detened a ese condenado carrito!
Demasiado tarde. El carrito circulaba a toda
velocidad y había dejado atrás las puertas y a sus sorprendidos soldados.
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