lunes, 28 de enero de 2013

Capítulo 11 (Parte 2) - El ganador de la Lotería


-¡El duque! ¡Han matado al duque de Adinerado!


Un silencio sepulcral cayó sobre la entrada a la sala. Los soldados, tanto los que estaban levantándose tras esquivar el carrito como los que estaban empezando a perseguirlo, se quedaron congelados. Unos cuantos miraron a los oficiales esperando órdenes, pero éstos, que hasta ese instante habían estado discutiendo sin parar sobre qué hacer a continuación, no dijeron nada, las bocas abiertas en una estúpida expresión de sorpresa que se fue transformando en una de temor conforme los gritos de la muerte del duque se iban repitiendo por la sala.
A lo lejos aún se podía escuchar el carrito de los ladrones.
-¡Vamos, capitán! –exclamó Nero echándose a correr en medio de los hombres de armas. –No podemos dejar que esos ladrones se escapen.
-Pero señor, ¿qué pasa con el duque?
Algo por lo que preocuparse más tarde, pensó Nero haciendo un gesto con la mano a su hombre para que ignorase ese asunto. A base de codazos, empujones y miradas cargadas de autoridad consiguió pasar por entre los aturdidos soldados y salir de la sala del sorteo de la Lotería, llegando a un ancho pasillo iluminado por lámparas de aceite. A sus espaldas podía escuchar al capitán pidiéndole que le esperase, pero el actor no tenía tiempo que perder.
Ya no podía oír a los ladrones huyendo. Se puso a correr pasillo abajo, sintiendo como un nudo se le hacía en la garganta al ir avanzando metros y seguir sin tener la más remota idea de dónde estaban los cofres con el dinero. En su camino pasó como una centella al lado de varios soldados que se dirigían hacia la sala del sorteo y que hicieron ademán de querer hablar con él, pero Nero apenas reparó en ellos.
Respirando como un fuelle a toda marcha, el actor se detuvo donde el pasillo se dividía en dos caminos, a la derecha y a la izquierda. Miró alternativamente a un lado y al otro, buscando alguna pista que le indicase por donde habían ido los ladrones. De repente se dio media vuelta y regresó a toda prisa por donde había venido hasta llegar al grupo de soldados, que le miraron con expresión desconcertada.
-¿Habéis visto a un carrito de cocina empujado por tres camareros y que llevaba a un soldado herido?
Los soldados pestañearon.
-¡Vamos, que no tengo todo el tiempo del mundo!
-Sí, señor –respondió el que tenía más cara de espabilado.
-¿Por dónde ha ido?
-Por ahí, señor –respondió el soldado señalando al pasillo de la derecha. –Señor, ¿qué ha pasado en la sala? Hemos oído que el duque está…
Pero Nero había salido corriendo nada más escuchar la respuesta, dejándole con las palabras en la boca y cara de tonto. Tomó el pasillo de la derecha y fue tan rápido como le permitieron sus piernas poco acostumbradas al ejercicio físico. Tras él podía escuchar los pesados pasos del capitán que por fin le alcanzaba, e incluso estaba ganándole cada vez más terreno a pesar de la armadura que llevaba encima.
Cuando acabe con todo esto juro por los Dioses que pienso salir a correr todos los días, prometió Nero notando como empezaba a faltarle el aliento. Sin embargo, el volver a escuchar el inconfundible sonido de las ruedas del carrito sobre la piedra le dio nuevas fuerzas: los ladrones no podían estar lejos.
-Excelencia, esto no es seguro, le ruego que abandone esta insensata persecución –le pidió el capitán. El actor frunció el ceño al escuchar su voz, que sonaba tan descansada como si estuviese tomando el té y no corriendo a toda pastilla. –Deje que se encarguen otros de los ladrones.
-¡Vamos, capitán! –dijo Nero con la respiración entrecortada. -No malgaste el aliento.
El soldado murmuró una maldición en voz baja, apretó el paso y adelantó al actor. Nero sonrió, agradecido de contar con un hombre tan leal y capaz.
Estaba el pequeño detalle de que en realidad el capitán era leal al Juez Supremo y no al ayudante personal que lo había traicionado, pero al actor ya le iba bien.
Guiados por el traqueteo del carrito y por las indicaciones de varios sirvientes, el capitán y Nero se adentraron en la fortaleza del duque de Adinerado por lo que debían ser las dependencias destinadas al servicio. Tras varias vueltas y revueltas, al girar una esquina finalmente se encontraron con los ladrones.
Se habían detenido en medio de un estrecho pasillo por el cual apenas podía pasar el carrito. Unos metros más atrás yacía tirado en el suelo un soldado inconsciente, tan cerca del capitán que éste casi tropieza con él.
-¡Mierda, lo que nos faltaba! –exclamó el hombre flacucho con la nariz grande al ver a los recién llegados. Señaló en dirección a Nero y al capitán mientras hacía un gesto a sus dos compañeros. –Primero se nos cae el soldado y ahora nos pillan estos. Estirado, Mandel, entretenedles mientras yo pongo a buen recaudo el dinero. Cuando todo acabe nos reuniremos donde siempre.
Sus compañeros asintieron al tiempo que desenvainaban unas espadas.
-¡Excelencia!
El capitán le arrojó el arma del soldado caído, que Nero consiguió atrapar al vuelo por pura suerte. Luego se abalanzó sobre los dos ladrones, separándoles y trabándose en combate con el que tenía el aspecto más duro y peligroso. El otro tipo, al que el líder de los ladrones había llamado Estirado, se quedó ante el actor con una expresión temerosa en su rostro demacrado. Por la manera en la que sujetaba su espada estaba claro que no tenía mucha idea de cómo utilizarla, mientras que el Juez Supremo, como noble, seguramente habría recibido entrenamiento en el uso de las armas.
Lamentablemente ese no era el caso de Nero. Todo lo que él sabía sobre el uso de una espada se podía resumir en una sola frase: “no la cojas por el extremo puntiagudo”.
-Escúchame, “Estirado”. ¿Te llamas así, verdad muchacho? No quiero matarte, pero si intentas detenerme no tendré más remedio–dijo el actor blandiendo su espada con una seguridad que estaba muy lejos de sentir. –Soy un maestro de la espada y no tienes nada que hacer contra mí. Márchate ahora que estás a tiempo.
El ladrón tragó saliva. Habían aparecido perlas de sudor en su frente y las piernas le temblaban, pero seguía en medio, protegiendo a su líder que huía con el carro y los cofres.
-Como quieras-. Lanzó un suspiro melodramático y movió la cabeza levemente de un lado a otro mientras se ponía en guardia. –Sólo una última pregunta: ¿qué quieres que haga con tu cadáver?
Estirado soltó el arma y salió corriendo.
Sigo siendo el mejor, pensó Nero con satisfacción al ver como el ladrón huía con el rabo entre las piernas. Lanzó una rápida mirada en dirección a su capitán, que se batía en duelo con el otro ladrón en lo que parecía ser un combate igualado entre dos expertos. Podía intentar ayudarlo, pero teniendo en cuenta su penosa habilidad con la espada y su torpeza natural lo más seguro es que sólo le molestase.
-Capitán, voy tras los cofres de la Lotería –le anunció con un gesto a su fiel soldado antes de ponerse a correr. –Sígame en cuanto pueda.
Ignorando la preocupada respuesta del capitán, el actor salió disparado tras el líder de los Ocean’s Eleven. Por culpa de Estirado  había perdido un tiempo muy valioso y ya no veía al carro, pero aún lo podía oír traqueteando no muy lejos.
Así que hizo de tripas corazón, apretó los dientes y una vez más salió en persecución del maldito carrito. Cruzó por un pasillo y al ver una puerta a punto de cerrarse se lanzó sobre ella y la golpeó con el hombro, abriéndola de golpe y entrando a una gran cocina por la que huía el flacucho.
-¿Es que nunca te han enseñado que es de mala educación ser tan pesado?
El ladrón corría empujando el carro tan rápido que las ruedas traqueteaban como si se fuesen a romper de un momento a otro. Nero, con el corazón a cien por hora, respirando como un fuelle y sintiendo molestos pinchazos de dolor en el costado –maldito flato- le seguía como buenamente podía, aunque la distancia entre los dos no dejaba de aumentar. Y para empeorar más las cosas, en un giro brusco el carro rozó una mesa llena de utensilios de cocina y tiró un montón por el suelo.
Lo último que me faltaba: obstáculos.
-Joder, así no lo pillaré nunca –maldijo en voz baja el actor. Aún sin parar de correr cogió el poco aliento que le quedaba y, gritando con todas sus fuerzas probó un último recurso a la desesperada: pedirle que parase.
 -¡Detente ahora mismo ladrón, es una orden!
El flacucho hombre giró el rostro en su dirección, sorprendido.
-¿Realmente esperas que me pare sólo porque me lo ordenes, después de todo lo que me ha costado conseguir los cofres? Vaya, esa es la mayor estupidez que he…
De repente, una sartén golpeó en la cabeza al ladrón con un sonoro “BOM” y lo derribó con tanta contundencia que Nero apretó los dientes horrorizado. Una joven y atractiva camarera apareció de detrás de una de las mesas blandiendo una sartén abollada, los ojos enrojecidos y los labios apretados en una mueca de rabia mientras miraba al ladrón, que tras semejante golpe yacía tirado en el suelo aturdido. Tras ella, el carro con los cofres siguió moviéndose hasta detenerse al chocar contra las puertas de salida de la cocina.
-Que te jodan, Peter Rodriguez –dijo la camarera, dando una patada con saña en la entrepierna al caído y arrancándole una exclamación de profundo dolor. –Nadie juega con Sara de Alba, bastardo.
Maldiciendo por lo bajo nuevos insultos contra el ladrón, la camarera se dirigió hacía el carro y lo agarró de las asas con evidentes intenciones de empujarlo y salir de la cocina.
-¡Espera! –dijo Nero avanzando hacia ella, recuperándose de la sorpresa que se había apoderado de él tras la repentina -y chocante- aparición de la joven. Por desgracia para él se había olvidado de las herramientas de cocina que había tiradas por el suelo y tropezó con un rodillo cayendo de bruces contra la fría y dura piedra.
-Au, mierda –masculló el actor tras unos segundos, con la mejilla pegada al suelo. La cabeza le daba vueltas y notaba en la boca el sabor metálico de la sangre, pero le pareció escuchar como la puerta de la cocina se cerraba tras el carro. –Perfecto, eso es precisamente lo último que me faltaba.
Entre gestos y quejidos de dolor consiguió incorporarse hasta quedar sentado, confirmando con su vista la mala noticia: la camarera se había largado con el carro. Como había perdido la espada con la caída se levantó haciendo servir el rodillo como improvisado bastón, y con paso tambaleante se acercó a la puerta –pasando al lado del ladrón, que seguía en el suelo sangrando por la nariz y con la marca de la sartén en la cara- e intentó abrirla sin éxito. Probó haciendo fuerza con las dos manos, y al volver a fracasar intentó empujarla con el hombro con idéntico resultado.
-Debe de haberla atascado –dijo el ladrón, observándole desde el suelo. Por culpa de su nariz aplastada su voz sonaba bastante rara. –Yo lo hubiese hecho de ser ella.
-Pues qué bien –replicó Nero soltando un suspiro de resignación. No sabía si reír o ponerse a llorar; lo que estaba claro es que ya no podía dar ni un paso más. Apoyó la espalda contra la puerta y se dejó caer hasta que su culo tocó el suelo. –Todo esto ha salido super bien.
-Sí, ha sido un gran día. Inolvidable.
Durante unos momentos los dos hombres guardaron silencio. Nero se llevó la mano a su dolorida cabeza, mientras el líder de los Ocean’s Eleven se limpiaba la nariz con un pañuelo arrugado que no tardó en teñirse de rojo.
En ese momento se escucharon unos pasos apresurados y la puerta de entrada a la cocina se abrió de golpe, dando paso a una pequeña guarnición en la que estaban el capitán y el Cuervo Rojo, su oscuro vestido manchado de sangre aún húmeda.
-¡Excelencia! –exclamó el capitán, saltando por encima del ladrón en el suelo como si no estuviese, llevado por la preocupación que sentía por el estado de su señor. -¿Se encuentra bien? ¿Ha sufrido algún daño?
-No pasa nada, capitán –respondió el actor poniéndose de pie y soltando un quejido de dolor cuando sus doloridas piernas estuvieron a punto de dejarle tirado. –Sólo he tenido una mala caída. Lo peor es que todo esto no ha servido para nada –dijo soltando un suspiro de fastidio-, una camarera ha huido con los cofres por esa puerta.
Entre dos soldados levantaron al ladrón y lo inmovilizaron contra una pared, las manos a la espalda y el filo de una espada al cuello. Los otros soldados se dirigieron a la puerta, empujando para intentar abrirla.
-Eso no importa, Excelencia –dijo el capitán, revisando a Nero de la cabeza a los pies y soltando un suspiro de alivio al comprobar que no estaba herido. -Su seguridad es mi máxima preocupación.
-O así sería –intervino el Cuervo Rojo mirando fijamente a Nero, su voz cortante como un cuchillo-, si este hombre fuese el verdadero Juez Supremo.
¿Qué?
El actor, enfrentado a la mirada carmesí de la cazarecompensas, se resistió al impulso de tragar saliva. Antes se había palpado el rostro y había comprobado que la máscara estaba bien colocada y en buen estado a pesar de la caída, pero enfrentarse a la acusación directa de una mujer con el rostro manchado por la sangre de sus enemigos resultaba bastante intimidante.
-Mentiste al decir el primer número de la Lotería –explicó el Cuervo Rojo, centro de todas las miradas de la cocina. –No sé qué o quién demonios eres, pero desde luego no eres el Juez Supremo.
-No sé de qué estás hablando, Cuervo Rojo –respondió Nero dejando que su voz mostrase una leve pizca de enfado y sorpresa, ocultando el miedo que embargaba su corazón. Piensa rápido. Actúa con naturalidad. Sé el Juez Supremo. -¿Qué yo mentí al decir el primer número de la Lotería? Ese es el insulto más grave que me podrías hacer, una herejía. Además, ¿cómo podrías tú saberlo? Sólo estabas entre el público y no con los bolos.
-Lo sé porque este desgraciado ladrón me obligó a trucar los números de la Lotería. Con su extraña magia y mis ojos pude determinar qué números salían ganadores. Podéis preguntárselo a él –dijo señalando al ladrón-, os lo explicará todo.
Los soldados guardaron silencio, dubitativos. Incluso el capitán parecía extrañamente pensativo.
-Es la palabra de un ladrón y de una cazarecompensas contra la mía, y creo que no hace falta que os diga cual merece más confianza –replicó Nero. –Soy el Juez Supremo y no pienso aguantar ni un segundo más estos insultos.
El actor hizo ademán de marcharse, pero el Cuervo Rojo se lo impidió cogiéndole del brazo con un movimiento rápido como el rayo. El capitán alzó su espada para golpear a la extranjera, pero se detuvo cuando una fría daga se apoyó contra la garganta de Nero.
-Demuéstralo.
-¿Qué? –respondió el actor, notando el filo del arma contra su piel.
-Demuestra que eres el Juez Supremo.
El actor alzó una ceja. Los soldados se habían colocado rodeando a la cazarecompensas, pero ninguno de ellos parecía tener el coraje suficiente para arriesgarse a atacarla y provocar la muerte del Juez Supremo.
-Soy el Juez Supremo –afirmó Nero, esforzándose porque su voz, su lenguaje corporal e incluso su mirada fuesen idénticas a la de su personaje. -La mentira no existe para mí, como el mal no puede existir en el corazón de un inocente niño. Esta es la verdad y no necesito demostrarte nada más.
Los dos extranjeros se miraron fijamente durante lo que pareció una eternidad, ojos rojos contra azules, años de experiencia en interrogar a mentirosos contra años de experiencia actuando en los mejores teatros.
Finalmente, el Cuervo Rojo, con una expresión indescifrable en su rostro ensangrentado, soltó el brazo del actor.
He ganado.
Entonces una chispa apareció en los ojos de la cazarecompensas.
-Realmente pareces ser el Juez Supremo –dijo la extranjera, rebuscando entre los bolsillos internos de su capa y sacando un pastelito envuelto en tela. –Pero sólo para estar segura al cien por cien, quisiera que comieses este pastelito.
“Si de verdad eres el Juez Supremo te resultará tan inofensivo como le sería a cualquier noble. Pero si no es así, si eres un extranjero haciéndote pasar por él… Entonces este pequeño pastelito te matará.”
Nero miró a la pequeña pasta y luego al Cuervo Rojo, y comprendió que no podría escaparse de ésta mediante excusas o promesas. Bajó los hombros y dejó escapar un suspiro con el que se resignó a su destino.
-Has ganado.
“No soy el Juez Supremo”.

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