-¡El duque! ¡Han matado al duque de Adinerado!
Un silencio sepulcral cayó sobre la entrada a la
sala. Los soldados, tanto los que estaban levantándose tras esquivar el carrito
como los que estaban empezando a perseguirlo, se quedaron congelados. Unos
cuantos miraron a los oficiales esperando órdenes, pero éstos, que hasta ese
instante habían estado discutiendo sin parar sobre qué hacer a continuación, no
dijeron nada, las bocas abiertas en una estúpida expresión de sorpresa que se
fue transformando en una de temor conforme los gritos de la muerte del duque se
iban repitiendo por la sala.
A lo lejos aún se podía escuchar el carrito de los
ladrones.
-¡Vamos, capitán! –exclamó Nero echándose a correr
en medio de los hombres de armas. –No podemos dejar que esos ladrones se
escapen.
-Pero señor, ¿qué pasa con el duque?
Algo por lo que
preocuparse más tarde, pensó Nero haciendo un gesto con la
mano a su hombre para que ignorase ese asunto. A base de codazos, empujones y
miradas cargadas de autoridad consiguió pasar por entre los aturdidos soldados
y salir de la sala del sorteo de la Lotería, llegando a un ancho pasillo iluminado
por lámparas de aceite. A sus espaldas podía escuchar al capitán pidiéndole que
le esperase, pero el actor no tenía tiempo que perder.
Ya no podía oír a los ladrones huyendo. Se puso a
correr pasillo abajo, sintiendo como un nudo se le hacía en la garganta al ir
avanzando metros y seguir sin tener la más remota idea de dónde estaban los
cofres con el dinero. En su camino pasó como una centella al lado de varios
soldados que se dirigían hacia la sala del sorteo y que hicieron ademán de querer
hablar con él, pero Nero apenas reparó en ellos.
Respirando como un fuelle a toda marcha, el actor se
detuvo donde el pasillo se dividía en dos caminos, a la derecha y a la
izquierda. Miró alternativamente a un lado y al otro, buscando alguna pista que
le indicase por donde habían ido los ladrones. De repente se dio media vuelta y
regresó a toda prisa por donde había venido hasta llegar al grupo de soldados,
que le miraron con expresión desconcertada.
-¿Habéis visto a un carrito de cocina empujado por
tres camareros y que llevaba a un soldado herido?
Los soldados pestañearon.
-¡Vamos, que no tengo todo el tiempo del mundo!
-Sí, señor –respondió el que tenía más cara de
espabilado.
-¿Por dónde ha ido?
-Por ahí, señor –respondió el soldado señalando al
pasillo de la derecha. –Señor, ¿qué ha pasado en la sala? Hemos oído que el
duque está…
Pero Nero había salido corriendo nada más escuchar
la respuesta, dejándole con las palabras en la boca y cara de tonto. Tomó el
pasillo de la derecha y fue tan rápido como le permitieron sus piernas poco
acostumbradas al ejercicio físico. Tras él podía escuchar los pesados pasos del
capitán que por fin le alcanzaba, e incluso estaba ganándole cada vez más
terreno a pesar de la armadura que llevaba encima.
Cuando acabe con
todo esto juro por los Dioses que pienso salir a correr todos los días,
prometió Nero notando como empezaba a faltarle el aliento. Sin embargo, el
volver a escuchar el inconfundible sonido de las ruedas del carrito sobre la
piedra le dio nuevas fuerzas: los ladrones no podían estar lejos.
-Excelencia, esto no es seguro, le ruego que
abandone esta insensata persecución –le pidió el capitán. El actor frunció el
ceño al escuchar su voz, que sonaba tan descansada como si estuviese tomando el
té y no corriendo a toda pastilla. –Deje que se encarguen otros de los
ladrones.
-¡Vamos, capitán! –dijo Nero con la respiración
entrecortada. -No malgaste el aliento.
El soldado murmuró una maldición en voz baja, apretó
el paso y adelantó al actor. Nero sonrió, agradecido de contar con un hombre
tan leal y capaz.
Estaba el pequeño detalle de que en realidad el
capitán era leal al Juez Supremo y no al ayudante personal que lo había
traicionado, pero al actor ya le iba bien.
Guiados por el traqueteo del carrito y por las
indicaciones de varios sirvientes, el capitán y Nero se adentraron en la
fortaleza del duque de Adinerado por lo que debían ser las dependencias
destinadas al servicio. Tras varias vueltas y revueltas, al girar una esquina
finalmente se encontraron con los ladrones.
Se habían detenido en medio de un estrecho pasillo
por el cual apenas podía pasar el carrito. Unos metros más atrás yacía tirado
en el suelo un soldado inconsciente, tan cerca del capitán que éste casi
tropieza con él.
-¡Mierda, lo que nos faltaba! –exclamó el hombre
flacucho con la nariz grande al ver a los recién llegados. Señaló en dirección
a Nero y al capitán mientras hacía un gesto a sus dos compañeros. –Primero se
nos cae el soldado y ahora nos pillan estos. Estirado, Mandel, entretenedles
mientras yo pongo a buen recaudo el dinero. Cuando todo acabe nos reuniremos
donde siempre.
Sus compañeros asintieron al tiempo que
desenvainaban unas espadas.
-¡Excelencia!
El capitán le arrojó el arma del soldado caído, que
Nero consiguió atrapar al vuelo por pura suerte. Luego se abalanzó sobre los
dos ladrones, separándoles y trabándose en combate con el que tenía el aspecto
más duro y peligroso. El otro tipo, al que el líder de los ladrones había
llamado Estirado, se quedó ante el actor con una expresión temerosa en su
rostro demacrado. Por la manera en la que sujetaba su espada estaba claro que
no tenía mucha idea de cómo utilizarla, mientras que el Juez Supremo, como
noble, seguramente habría recibido entrenamiento en el uso de las armas.
Lamentablemente ese no era el caso de Nero. Todo lo
que él sabía sobre el uso de una espada se podía resumir en una sola frase: “no
la cojas por el extremo puntiagudo”.
-Escúchame, “Estirado”. ¿Te llamas así, verdad
muchacho? No quiero matarte, pero si intentas detenerme no tendré más remedio–dijo
el actor blandiendo su espada con una seguridad que estaba muy lejos de sentir.
–Soy un maestro de la espada y no tienes nada que hacer contra mí. Márchate
ahora que estás a tiempo.
El ladrón tragó saliva. Habían aparecido perlas de
sudor en su frente y las piernas le temblaban, pero seguía en medio,
protegiendo a su líder que huía con el carro y los cofres.
-Como quieras-. Lanzó un suspiro melodramático y
movió la cabeza levemente de un lado a otro mientras se ponía en guardia. –Sólo
una última pregunta: ¿qué quieres que haga con tu cadáver?
Estirado soltó el arma y salió corriendo.
Sigo siendo el
mejor, pensó Nero con satisfacción al ver como el ladrón huía
con el rabo entre las piernas. Lanzó una rápida mirada en dirección a su
capitán, que se batía en duelo con el otro ladrón en lo que parecía ser un
combate igualado entre dos expertos. Podía intentar ayudarlo, pero teniendo en
cuenta su penosa habilidad con la espada y su torpeza natural lo más seguro es
que sólo le molestase.
-Capitán, voy tras los cofres de la Lotería –le
anunció con un gesto a su fiel soldado antes de ponerse a correr. –Sígame en
cuanto pueda.
Ignorando la preocupada respuesta del capitán, el
actor salió disparado tras el líder de los Ocean’s Eleven. Por culpa de
Estirado había perdido un tiempo muy valioso
y ya no veía al carro, pero aún lo podía oír traqueteando no muy lejos.
Así que hizo de tripas corazón, apretó los dientes y
una vez más salió en persecución del maldito carrito. Cruzó por un pasillo y al
ver una puerta a punto de cerrarse se lanzó sobre ella y la golpeó con el
hombro, abriéndola de golpe y entrando a una gran cocina por la que huía el
flacucho.
-¿Es que nunca te han enseñado que es de mala
educación ser tan pesado?
El ladrón corría empujando el carro tan rápido que
las ruedas traqueteaban como si se fuesen a romper de un momento a otro. Nero,
con el corazón a cien por hora, respirando como un fuelle y sintiendo molestos
pinchazos de dolor en el costado –maldito flato- le seguía como buenamente
podía, aunque la distancia entre los dos no dejaba de aumentar. Y para empeorar
más las cosas, en un giro brusco el carro rozó una mesa llena de utensilios de
cocina y tiró un montón por el suelo.
Lo último que me
faltaba: obstáculos.
-Joder, así no lo pillaré nunca –maldijo en voz baja
el actor. Aún sin parar de correr cogió el poco aliento que le quedaba y, gritando
con todas sus fuerzas probó un último recurso a la desesperada: pedirle que
parase.
-¡Detente
ahora mismo ladrón, es una orden!
El flacucho hombre giró el rostro en su dirección,
sorprendido.
-¿Realmente esperas que me pare sólo porque me lo ordenes,
después de todo lo que me ha costado conseguir los cofres? Vaya, esa es la
mayor estupidez que he…
De repente, una sartén golpeó en la cabeza al ladrón
con un sonoro “BOM” y lo derribó con tanta contundencia que Nero apretó los
dientes horrorizado. Una joven y atractiva camarera apareció de detrás de una
de las mesas blandiendo una sartén abollada, los ojos enrojecidos y los labios
apretados en una mueca de rabia mientras miraba al ladrón, que tras semejante
golpe yacía tirado en el suelo aturdido. Tras ella, el carro con los cofres siguió
moviéndose hasta detenerse al chocar contra las puertas de salida de la cocina.
-Que te jodan, Peter Rodriguez –dijo la camarera,
dando una patada con saña en la entrepierna al caído y arrancándole una
exclamación de profundo dolor. –Nadie juega con Sara de Alba, bastardo.
Maldiciendo por lo bajo nuevos insultos contra el
ladrón, la camarera se dirigió hacía el carro y lo agarró de las asas con
evidentes intenciones de empujarlo y salir de la cocina.
-¡Espera! –dijo Nero avanzando hacia ella, recuperándose
de la sorpresa que se había apoderado de él tras la repentina -y chocante-
aparición de la joven. Por desgracia para él se había olvidado de las
herramientas de cocina que había tiradas por el suelo y tropezó con un rodillo
cayendo de bruces contra la fría y dura piedra.
-Au, mierda –masculló el actor tras unos segundos,
con la mejilla pegada al suelo. La cabeza le daba vueltas y notaba en la boca
el sabor metálico de la sangre, pero le pareció escuchar como la puerta de la
cocina se cerraba tras el carro. –Perfecto, eso es precisamente lo último que
me faltaba.
Entre gestos y quejidos de dolor consiguió
incorporarse hasta quedar sentado, confirmando con su vista la mala noticia: la
camarera se había largado con el carro. Como había perdido la espada con la
caída se levantó haciendo servir el rodillo como improvisado bastón, y con paso
tambaleante se acercó a la puerta –pasando al lado del ladrón, que seguía en el
suelo sangrando por la nariz y con la marca de la sartén en la cara- e intentó
abrirla sin éxito. Probó haciendo fuerza con las dos manos, y al volver a
fracasar intentó empujarla con el hombro con idéntico resultado.
-Debe de haberla atascado –dijo el ladrón,
observándole desde el suelo. Por culpa de su nariz aplastada su voz sonaba
bastante rara. –Yo lo hubiese hecho de ser ella.
-Pues qué bien –replicó Nero soltando un suspiro de
resignación. No sabía si reír o ponerse a llorar; lo que estaba claro es que ya
no podía dar ni un paso más. Apoyó la espalda contra la puerta y se dejó caer
hasta que su culo tocó el suelo. –Todo esto ha salido super bien.
-Sí, ha sido un gran día. Inolvidable.
Durante unos momentos los dos hombres guardaron
silencio. Nero se llevó la mano a su dolorida cabeza, mientras el líder de los
Ocean’s Eleven se limpiaba la nariz con un pañuelo arrugado que no tardó en
teñirse de rojo.
En ese momento se escucharon unos pasos apresurados
y la puerta de entrada a la cocina se abrió de golpe, dando paso a una pequeña
guarnición en la que estaban el capitán y el Cuervo Rojo, su oscuro vestido
manchado de sangre aún húmeda.
-¡Excelencia! –exclamó el capitán, saltando por
encima del ladrón en el suelo como si no estuviese, llevado por la preocupación
que sentía por el estado de su señor. -¿Se encuentra bien? ¿Ha sufrido algún
daño?
-No pasa nada, capitán –respondió el actor poniéndose
de pie y soltando un quejido de dolor cuando sus doloridas piernas estuvieron a
punto de dejarle tirado. –Sólo he tenido una mala caída. Lo peor es que todo
esto no ha servido para nada –dijo soltando un suspiro de fastidio-, una
camarera ha huido con los cofres por esa puerta.
Entre dos soldados levantaron al ladrón y lo
inmovilizaron contra una pared, las manos a la espalda y el filo de una espada
al cuello. Los otros soldados se dirigieron a la puerta, empujando para
intentar abrirla.
-Eso no importa, Excelencia –dijo el capitán,
revisando a Nero de la cabeza a los pies y soltando un suspiro de alivio al
comprobar que no estaba herido. -Su seguridad es mi máxima preocupación.
-O así sería –intervino el Cuervo Rojo mirando
fijamente a Nero, su voz cortante como un cuchillo-, si este hombre fuese el
verdadero Juez Supremo.
¿Qué?
El actor, enfrentado a la mirada carmesí de la
cazarecompensas, se resistió al impulso de tragar saliva. Antes se había
palpado el rostro y había comprobado que la máscara estaba bien colocada y en
buen estado a pesar de la caída, pero enfrentarse a la acusación directa de una
mujer con el rostro manchado por la sangre de sus enemigos resultaba bastante
intimidante.
-Mentiste al decir el primer número de la Lotería –explicó
el Cuervo Rojo, centro de todas las miradas de la cocina. –No sé qué o quién
demonios eres, pero desde luego no eres el Juez Supremo.
-No sé de qué estás hablando, Cuervo Rojo –respondió
Nero dejando que su voz mostrase una leve pizca de enfado y sorpresa, ocultando
el miedo que embargaba su corazón. Piensa
rápido. Actúa con naturalidad. Sé el Juez Supremo. -¿Qué yo mentí al decir
el primer número de la Lotería? Ese es el insulto más grave que me podrías
hacer, una herejía. Además, ¿cómo podrías tú saberlo? Sólo estabas entre el
público y no con los bolos.
-Lo sé porque este desgraciado ladrón me obligó a
trucar los números de la Lotería. Con su extraña magia y mis ojos pude determinar
qué números salían ganadores. Podéis preguntárselo a él –dijo señalando al
ladrón-, os lo explicará todo.
Los soldados guardaron silencio, dubitativos.
Incluso el capitán parecía extrañamente pensativo.
-Es la palabra de un ladrón y de una cazarecompensas
contra la mía, y creo que no hace falta que os diga cual merece más confianza
–replicó Nero. –Soy el Juez Supremo y no pienso aguantar ni un segundo más
estos insultos.
El actor hizo ademán de marcharse, pero el Cuervo
Rojo se lo impidió cogiéndole del brazo con un movimiento rápido como el rayo.
El capitán alzó su espada para golpear a la extranjera, pero se detuvo cuando
una fría daga se apoyó contra la garganta de Nero.
-Demuéstralo.
-¿Qué? –respondió el actor, notando el filo del arma
contra su piel.
-Demuestra que eres el Juez Supremo.
El actor alzó una ceja. Los soldados se habían
colocado rodeando a la cazarecompensas, pero ninguno de ellos parecía tener el
coraje suficiente para arriesgarse a atacarla y provocar la muerte del Juez
Supremo.
-Soy el Juez Supremo –afirmó Nero, esforzándose
porque su voz, su lenguaje corporal e incluso su mirada fuesen idénticas a la
de su personaje. -La mentira no existe para mí, como el mal no puede existir en
el corazón de un inocente niño. Esta es la verdad y no necesito demostrarte
nada más.
Los dos extranjeros se miraron fijamente durante lo
que pareció una eternidad, ojos rojos contra azules, años de experiencia en
interrogar a mentirosos contra años de experiencia actuando en los mejores
teatros.
Finalmente, el Cuervo Rojo, con una expresión
indescifrable en su rostro ensangrentado, soltó el brazo del actor.
He ganado.
Entonces una chispa apareció en los ojos de la
cazarecompensas.
-Realmente pareces ser el Juez Supremo –dijo la extranjera,
rebuscando entre los bolsillos internos de su capa y sacando un pastelito
envuelto en tela. –Pero sólo para estar segura al cien por cien, quisiera que
comieses este pastelito.
“Si de verdad eres el Juez Supremo te resultará tan
inofensivo como le sería a cualquier noble. Pero si no es así, si eres un
extranjero haciéndote pasar por él… Entonces este pequeño pastelito te matará.”
Nero miró a la pequeña pasta y luego al Cuervo Rojo,
y comprendió que no podría escaparse de ésta mediante excusas o promesas. Bajó
los hombros y dejó escapar un suspiro con el que se resignó a su destino.
-Has ganado.
“No soy el Juez Supremo”.
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