Valeria cogió la espada.
Era un arma de acero, un metal escaso y preciado en este
mundo. Un arma sin filigranas ni decoraciones, nada más que una afilada barra
de metal, diseñada con un único y sencillo objetivo: matar. La cazarecompensas
la asió por la empuñadura, que era de madera y se ajustaba a su mano como hecha
a medida, y la sostuvo recta ante ella en un perfecto equilibrio, notando su
peso. Notando la responsabilidad.
Era una buena arma. Era el arma de su familia.
La volvió a colocar en su funda y se la puso al cinto,
comprobando que estuviese bien ajustado. Caminó un poco por la pequeña
habitación, su dormitorio, sintiéndose un tanto incómoda, un poco… extraña.
Frunció el ceño y miró a la espada con una sombra de sospecha en sus ojos rojos.
Entonces, súbitamente, se puso a saltar. Saltos rápidos, cortos, en varias
direcciones. Luego salió corriendo tan rápido como pudo, deteniéndose justo
antes de llegar a chocarse con una pared para cambiar de dirección bruscamente
y seguir corriendo. Estuvo así durante unos minutos, moviéndose sin parar y
realizando todo tipo de maniobras, antes de detenerse, jadeando por el
esfuerzo. Había notado varias molestias: la guarda le molestaba en el costado,
la espada le golpeaba en la pierna al moverse bruscamente…
Gotas de sudor cayeron por su frente.
-Estúpida niña –murmuró para sí misma, imitando las críticas
que le hacía su padre cuando le enseñaba a luchar. –Hace quince años que sólo
usas dagas. ¿Qué esperabas?
Se pasó una mano por la frente para quitarse el sudor y
lanzó un suspiro. Sonrió.
Mejoraré. Me
acostumbraré a llevarla, como hice antes. Ahora, por fin, puedo llevar esta
espada sin vergüenza. Es mía.
Mía, repitió.
Salió del dormitorio sin mirar atrás. Caminó por los
pasillos de su casa, tan silenciosamente como un fantasma.
Elena la esperaba en el salón. Estaba sentada ante una
mesa, leyendo un libro y con el grillo mascota dormitando en su regazo. Había
una vela con aroma repelente de insectos junto a la venta abierta, por la que
pasaba una suave brisa. Dos tazas de té esperaban sobre la mesa.
-Ya estoy aquí –dijo Valeria. –Perdona la tardanza.
Al escuchar su voz el grilló levanto la cabeza, agitando
las antenas con entusiasmo. Luego bajó de un salto del regazo de Elena, se
acercó a su ama y saltando y restregó su cabeza contra la pierna de su Valeria,
afectuosamente.
-¿Ya has acabado? –le preguntó la joven.
-Sí, ya estoy lista –respondió la cazarecompensas cogiéndose
una silla y sentándose.
-Bien –dijo la joven. Cerró el libro y lo dejó sobre la
mesa. Parecía tranquila, pero Valeria la conocía. O, mejor dicho, pensó apretando
los labios, creía que la conocía.
-¿Te has vuelto
loca? ¿Por qué pediste al conde que liberase a los prisioneros? A un estafador
que se hizo pasar por el Juez Supremo y al líder de los Ocean’s Eleven, nada
menos. No tienes ni idea del descrédito que has causado al conde con tus
acciones, justo ahora que la situación está tan tensa. El conde no se puede
permitir enfadar a los nobles, no cuando su liderazgo es tan reciente y el
cadáver del duque aún está fresco. El equilibro de poder en Fortuna pende de un
hilo. Un movimiento en falso, y las casas nobles se lanzarán unas contra las
otras. Sería un desastre.
Valería no respondió. Cogió la taza mientras observaba a su
antigua protegida, mirándola no con los ojos de quién la ha cuidado durante más
de diez años, si no con los ojos perspicaces y objetivos de una
cazarecompensas.
Era hermosa. Sus cabellos rizados caían como una cascada
dorada sobre su espalda, sus labios eran carnosos y suaves, su piel pálida y
sin manchas. Llevaba un sencillo vestido de color verde, práctico para moverse
y con bolsillos suficientemente grandes para esconder una bolsa de monedas, o
un cuchillo si hacía falta. Se movía con confianza y hablaba con seguridad, mirando a los ojos,
escogiendo las palabras con cuidado. Actuaba con decisión, sin dudar.
Una persona que sabe lo que quiere con su vida.
-Me voy, Elena.
-¿Qué?
Valeria dio un sorbo a la taza de té, e hizo un gesto de
desagrado. Estaba frío.
-Te dejo mi casa, así como mi dinero. Un millón ochocientas
mil coronas, suficiente para vivir como una reina y cruzar la Torre si un día
así lo quieres. Es el último regalo que te haré.
Un regalo que me ha
salido muy caro.
-Espera un momento-. Elena se llevó la mano al rostro,
sorprendida e incrédula. Estuvo unos segundos callada, con la boca levemente
abierta por el pasmo, la mirada perdida.
-Valeria, yo… -De repente, la mano que le cubría el rostro se transformó
en un puño decidido. –Yo no quiero esta casa, Valeria. Es vieja, oscura y huele
a humedad. Es muy deprimente.
-¿Qué?
-Tampoco quiero el dinero. ¿Un millón ochocientas mil
coronas? No quiero tu calderilla, gracias. Puedo ganarme la vida muy bien por
mí misma.
Valeria echó la cabeza hacia atrás como si la hubiesen
golpeado.
-Tú, astuta y presumida mocosa… -La cazarecompensas apretó
los dientes con rabia y se puso en pie de golpe, tirando la taza de té al suelo
y rompiéndola. El grillo retrocedió asustado y se quedó encogido en una esquina.
–Calderilla, joder. ¿Tienes la más remota idea de lo que me ha costado
conseguir todo ese dinero? ¿La cantidad de trabajos que he tenido que hacer? He
tardado quince años en reunir todas esas coronas. Quince largos años,
soportando a estúpidos y pomposos nobles, asistiendo a aburridas fiestas,
viviendo en esta mierda de ciudad llena de ladrones y gente sin honor. ¡Me ha
costado horrores conseguir esa “calderilla”! –gritó señalando a Elena, que se
puso de pie, mirándola desafiante. –Además –añadió Valeria tras unos instantes,
golpeando con la palma de la mano la mesa-, ¿qué le pasa a esta casa? Es una
casa genial, no me jodas.
-Supongo que sí, si tienes más de treinta años, no tienes
puñetera idea de combinaciones de colores y nunca recibes visitas.
-Si no recibo visitas es porque no me gusta la gente de
esta ciudad, ¿vale? Y no me hagas hablar de combinaciones de color, por favor.
Eso son estupideces.
Elena imitó el gesto que había realizado antes la
cazarecompensas y golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo que la otra
taza de té también cayese al suelo.
-¡Amarillo y rosa juntos son horribles, aquí y en cualquier
mundo!
Las dos mujeres se miraron fijamente la una a la otra
durante lo que pareció una eternidad.
-¿Por qué no me dijiste que el conde de Exquisito iba a
atacar al duque durante la fiesta? –preguntó Valeria rompiendo el silencio.
–Formas parte de su círculo de confianza, es imposible que no supieses lo que
planeaba.
-Ah, ya entiendo –respondió la joven cruzándose de brazos.
– ¿Es por eso, verdad? Cómo yo no te dije nada sobre los planes del conde, tú
no me dijiste nada sobre tu intención de liberar a los prisioneros ni sobre tus
planes de viajar por la Torre. Estás enfadada conmigo.
-¡Sí, joder, es por eso! Esa sala se convirtió en un campo
de batalla, Elena. Tuve que tomar decisiones complicadas y arriesgar mi pellejo
para intentar que tú no acabases en
una tumba. Al final no tuve más remedio que matar al duque de Adinerado para
que sus hombres se rindiesen, así que ahora tendría que irme de este mundo
tanto si quiero como si no. Sabes tan bien como yo que los nobles, incluso todos
esos que me agradecieron mi heroísmo con grandes y estúpidas palabras vacías,
jamás me perdonarían. Antes o después intentarían acabar conmigo.
“Es un mal precedente no castigar a un extranjero cuando
asesina al noble más poderoso de la ciudad. Puede dar… ideas”.
Elena frunció el ceño, pero no negó las palabras de la
cazarecompensas.
-¿Por qué no me avisaste? –preguntó una vez más Valeria, masticando
las palabras.
-¡Por que había dado mi palabra! –respondió Elena.
-¿Qué – toda la furia que había sentido Valeria
desapareció. Una extraña sensación le nació en la boca del estomago y le subió
por la garganta, tan fuerte que por un instante se quedó sin habla. -¿Qué has
dicho?
-Siento mucho no haberte dicho nada de los planes del
conde. En serio, lo siento mucho. Pero di mi palabra –dijo la joven mirando a
los ojos del Cuervo Rojo. -No podía romperla.
Valeria no dijo nada. Simplemente caminó hacia su protegida
y, ante su sorpresa, la rodeó con sus brazos.
-Yo… –la cazarecompensas tragó saliva. Los ojos le picaban,
pero hizo un esfuerzo para ser fuerte. -No soy buena para esto, Elena. Te
echaré de menos.
La joven se estremeció. Envolviéndola entre sus brazos,
Valeria pudo notar como su cuerpo se tensaba y luego se relajaba, como si
hubiese perdido las fuerzas. Pudo sentir su calor y afecto cuando Elena la
abrazó y hundió el rostro en su hombro.
Pudo sentir sus lágrimas calientes cayendo sobre su cuello.
-Yo también te echaré de menos, madre.
Ahora
Los soldados parecían nerviosos. Nero supuso que era
normal, después de todo no era muy corriente que tres extranjeros pasasen la
prueba de la Torre a la vez.
-¿Nos vamos ya? –preguntó a sus compañeros.
-Sí, vámonos –respondió Peter. El flacucho hombre se colgó
a la espalda un extraño saco al que llamaba “mochila”. Sus ojos no dejaban de
observar, recelosos, a Valeria.
La antigua cazarecompensas miraba en dirección a la ciudad
de Fortuna. Una única y solitaria lágrima cayó por su mejilla.
-Vámonos.
Los tres tocaron la Torre, y el mundo cambió.
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