Al
regresar junto a Nero, Valeria se encontró con un espectáculo horroroso e
impresionante a la vez.
Sobre
los restos del dragón carnicero de Magnus se alzaba Majestad, sus garras
hundidas en las entrañas de la bestia que había devorado a su ama, sus tres
ojos brillando con un destello salvaje. El dragón de guerra había destrozado al
carnicero y esparcido sus vísceras y sangre por toda la zona en una explosión
de furia sin límites, una furia que estaba muy lejos de haber acabado.
Nero
estaba de pie, su rostro lleno de golpes y manchado de sangre mirando a
Majestad con una expresión indescifrable, su mirada fija y sin parpadear. Valeria
no era un médico de batalla, pero había aprendido lo suficiente durante su
instrucción como para reconocer a un hombre en estado de shock.
Si
había pasado lo que le había explicado Peter, no podía culpar a Nero. Luchar
contra un enemigo como Magnus, presenciar la muerte de Estrellita y de Miska…
Aunque la egoísta mujer había muerto en un último acto de venganza, seguro que
el ingenuo actor pensaría que lo había hecho para salvarle. Valeria se mordió el
labio. Ojalá hubiese podido estar aquí.
A
la espalda de Nero yacía el cadáver sin vida de Estrellita. Tanto el de Magnus
como el de Ronick estaban tirados entre los restos del edificio, pero no había
ni rastro del de Miska. Su cuerpo aún debía estar entre los colmillos del carnicero.
-Date
prisa –dijo Peter en su oído, arrancándola de la mórbida fascinación que se
había apoderado de ella. –El dragón de Ulekele ya casi está recuperado.
Ese desgraciado,
pensó Valeria. Por lo que le había explicado el terrestre, el compañero de
Ulekele había estado restaurando las heridas de su dragón con su poder mientras
ellos se dejaban la piel contra el equipo de Magnus. Le habían bastado unos
minutos para curar a una bestia que estaba más muerta que viva, y si estaba
tardando más con las alas era porque antes de repararlas tenían que librarse de
las piedras que las atravesaban. Pero como decía Peter, no tardaría en estar
listo. Y entonces ganarían el mundial, y si no ellos, cualquiera de los otros
equipos que iban detrás.
Después de todo lo que hemos hecho,
de todas las muertes… ¿Ha sido todo para nada? Sus
finos labios se juntaron hasta ser poco más que una línea. Apretó los puños. No es justo.
No
debería sorprenderse. El mundo no era
justo, esa era una verdad que sabía desde que era una niña y su madre dejó Ozonne
abandonándola a su suerte. Aun así, no pensaba permitir que eso la derrotase. Seguía
siendo Valeria Mallecchio. Se había ganado el nombre de la mujer que superó
todas las pruebas de la Torre y se convirtió en Dios.
Ya
no era una niña asustada.
Alzó
la barbilla, desafiante, y empezó a caminar hacia la bestia de oscuras escamas.
Paso a paso, metro a metro, con seguridad, sin una sombra de temor en su
corazón.
Majestad
se giró hacia ella, sus mandíbulas medio abiertas y su lengua sibilina oteando
el aire en dirección a la joven. La bestia no había extendido las alas, no
había preparado sus poderosos músculos para atacar ni rugido amenazadoramente,
pero… En sus ojos, fríos e inhumanos, brillaba una llama sin control que
amenazaba con desbordarse de un momento a otro y devorarla.
Intentar dominar a un dragón de
guerra furioso, se percató Valeria, es muy diferente a hacerlo con uno recién
despertado de una siesta. La sensación de amenaza, de muerte inminente era casi
una certeza. Más aterradora que el aullido del lobo en la noche oscura, más
paralizante que el frío filo de una espada contra la piel de la garganta.
Valeria
dio un paso más hacia adelante.
Majestad
bajo un poco la cabeza, sus tres ojos fijos en ella, su cola retorciéndose
lentamente entre las ruinas del edificio. La bestia sacó la pata delantera del
cadáver del carnicero y la sostuvo en el aire como el hacha de un verdugo a
punto de cobrarse su premio.
-¿Qué
haces, Valeria?
La
joven se detuvo. ¿Quién? Pestañeo
sorprendida al darse cuenta qué era Nero quién le había hecho la pregunta. El
actor sonreía mientras caminaba hacia ella, su rostro levemente inclinado hacia
un lado, sus pies deslizándose grácilmente, casi como si estuviese bailando.
Al
principio le había dado la impresión de que era otra persona, pero… Eso es imposible, pensó frunciendo el
ceño.
-Tengo
que dominar a Majestad, Nero –dijo Valeria, observando con atención al actor.
Hace unos breves momentos estaba congelado, superado por la situación, y ahora
se movía como si estuviese en una fiesta. –Necesitamos un dragón para acabar la carrera,
antes de que Ulekele o cualquier otro…
Valeria
cerró la boca al darse cuenta de lo que estaba pasando. Nero caminaba hacia
ella, hacia Majestad, y el dragón no le amenazaba. De hecho se había relajado,
y en cuanto el actor dejo atrás a Valeria incluso bajo la cabeza hasta su
altura, frotando su morro contra Nero en un gesto cariñoso.
-¿Y
por qué ibas a hacerlo? –preguntó Nero, acariciando con la punta de los dedos
las suaves escamas de debajo del cuello del dragón. -Majestad es mío.
El
actor rio por lo bajo, las comisuras de sus labios torciéndose en una sonrisa
seductora y depredadora que Valeria sólo había visto en una persona antes.
-¿Miska?
Nero
no respondió. Extendió su mano hacia la antigua caza-recompensas, la palma
hacia arriba invitándola a unirse a él.
-Vamos,
Valeria. Ganemos el mundial.
Majestad
y el dragón mantícora de Ulekele se separaron tras un breve escarceo, sus
cuerpos mostrando nuevas heridas allá donde las garras y los dientes habían
hendido las escamas y la carne.
A
unos pocos cientos de metros, en el primero de los dedos de la Mano del Diablo,
miles de gargantas gritaban al unísono. El clamor de los espectadores era tan atronador
que ensordeció los rugidos de los dragones mientras giraban en el aire para
volver a atacarse.
El
mundial estaba a punto de acabarse, y el ganador se decidiría en este combate.
Majestad es más fuerte,
pensó Nero agarrándose a las riendas, esforzándose por ser Miska y controlar al
dragón de guerra, pero ese maldito
mantícora no le va muy por detrás. El actor abrió los ojos con espanto al
darse cuenta que las heridas del mantícora se cerraban en un instante gracias
al poder del compañero de Ulekele.
Un
segundo después, las dos bestias volvieron a chocar.
El
golpe sacudió a Nero de un lado a otro, torturando su castigado cuerpo con
nuevos latigazos de dolor. Gritó, pero sus gritos quedaron ahogados por el caos
del combate. Su poder se desvanecía, sus sentidos se nublaban.
Soy Miska,
pensó mientras luchaba por retener su personaje. Si lo perdía, el dragón de
guerra se revolvería contra ellos. Juego
con los demás, los engaño, los seduzco, los hago bailar al son de mi música.
Los utilizo.
El
mantícora hundió sus garras en Majestad, agarrándose a la bestia más grande e inmovilizándola.
La sangre tiñó las escamas negras de un rojo escarlata.
Lo único que importa es superar la
prueba de la Torre, lo
sé, pero…
Valeria
le arrojó un cuchillo a Ulekele, pero el negro tatuado lo rechazó de un
manotazo como si estuviese espantando moscas.
Me gusta el teatro, con sus
historias de amor y drama. Los comentarios picantes, los chistes ingeniosos, las
charlas entre amigos en
un buen restaurante con música.
Majestad
torció el cuello e intentó morder al jinete del mantícora, pero Ulekele se
limitó a golpearle con una fuerza titánica, rompiéndole un par de colmillos y
haciéndolo retroceder. Los dientes como espadas del dragón de guerra no habían
logrado ni siquiera lastimarle la piel.
Me gustan los espectáculos, los
vestidos bonitos y ser el centro de atención.
Los
dos dragones daban vueltas en el aire, enredados en una batalla que el
mantícora estaba ganando. Sus heridas se restauraban con rapidez mientras que
las de Majestad se agravaban a cada segundo que pasaba, llevándose con ellas su
fuerza y velocidad.
El
clamor del público se hizo aún más ensordecedor.
Me gusta vivir.
El
tiempo pareció detenerse para Nero. Reparó en Valeria a su espalda, luchando
por desenvainar su espada mientras se agarraba con una mano a las cintas que
impedían que saliese volando. Vio como las garras del mantícora se hundían aún
más profundamente en la carne de Majestad. Vio, como una vela que se apaga
lentamente pero sin marcha atrás, que la victoria se les escapaba de las manos.
Y
entonces Nero miró al negro tatuado, y en sus ojos brilló un resplandor dorado.
-Déjanos
ganar –ordenó el actor, su voz sonando clara a pesar de la batalla y los gritos
de los espectadores.
Ulekele
abrió la boca, pero ninguna palabra salió de ella. El corpulento hombre tiró de
las riendas y separó al mantícora de Majestad, cumpliendo con la orden de Nero.
El
mundial había acabado.
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